En estricto sentido, la capacitación para el desarrollo de voceros no debiera ser una tarea difícil, pero lo es. El principal problema radica en que casi nadie tiene la suficiente modestia para reconocer que lo requiere (el secreto de la sabiduría y del poder es la humildad, decía Hemingway).
El entrenamiento en medios (conocido como Media Coaching dada la anglofilia por los términos de esta industria) como parte de un buen programa de Relaciones Públicas, es un elemento fundamental para construir marcas, proteger reputaciones, influir en el debate público y, en última instancia, construir el valor de una compañía o de una organización pública. Muchas organizaciones invierten mucho dinero para crear oportunidades de presencia no publicitaria en medios pero no invierten en entrenar a sus propios voceros para que, de la forma en que mejor convenga a sus intereses, las aprovechen.
Por otra parte, en prácticamente todas las dependencias de gobierno y en casi todos los partidos políticos, existe la ridícula creencia de que ser figura pública o estar en la política, faculta de inmediato para saber cómo dirigirse a los medios. Y ya ni hablar de quienes se dedican al espectáculo (no es pleonasmo, los hay quienes sí se dedican a hacer reír voluntariamente).
El entrenamiento en medios le ayuda casi a cualquiera, a sostener entrevistas y conferencias de prensa con mensajes positivos, a prepararse para preguntas hostiles, a anticipar preguntas de no fácil respuesta y a lanzar los asuntos de su interés –con ventaja para su empresa, persona o entidad pública–, de una manera sencilla y eficiente.
Muchas cabezas del sector privado que podrían hacer de esta práctica una parte muy importante para la construcción de la reputación de sus empresas, deben estar atentos a lo que hacen algunos personajes del sector público –partidos políticos principalmente–, y observar lo que NO se debe hacer.
Se supone que en una contienda electoral –precampaña incluida–, lo que buscan los partidos (junto con los gobiernos de su sino), es ganar para sí la mayor parte de los votos que se generen, lo que conlleva el establecer empatías a través de mensajes claros, sencillos, bien dichos y adecuadamente dirigidos. En el contexto que estamos viviendo, habría que añadir también otro tipo de características más enfocadas al contenido: mensajes que provoquen debate pero inviten al acuerdo; que provoquen unidad en lugar de discordia; que inviten a participar en vez de provocar la ausencia en las urnas; que difundan propuestas de mejoramiento en lugar de criticar todo lo que sale de su pequeño universo.
Y todo eso lo tienen que hacer quienes dan cara y voz a la noticia. Si bien es cierto que los espacios pagados de televisión siguen teniendo un gran peso en lo comercial, éstos tienen cada vez menos influencia en lo que a decisión política se refiere, al menos en México –es muy probable que de eso no estuvieran enterados quienes dictaron por decreto su derecho a 48 minutos diarios y gratuitos en el mejor horario de televisión–. Por ello es que, a todas luces, lo que estos actores digan, hagan o dejen de decir frente a un micrófono o a una pluma, será fundamental para sus aspiraciones pues todo ello será noticia, y si todavía hay algo que rescata buenas dosis de credibilidad, son precisamente los periódicos y los noticiarios.
En plena campaña donde lo más probable es que ocurra una nueva distribución de fuerzas políticas en el congreso federal (si eso es benéfico o no, es materia de otro tipo de análisis), se escuchan voces que van desde la propuesta voluntariosa hasta la injuria, pasando por la descalificación anodina y el chantaje institucionalizado. La violencia verbal siempre acaba en violencia física y, al menos en estos tiempos cuando cada vez nos acercamos más a la triste definición de Chomsky de un Estado fallido, lo que menos necesitamos es subir la violencia a la mesa del debate público pues lo único que se estría ganando sería la repulsa de quienes, con su voto, la castigarán. Esto por lo que respecta a los contenidos de los mensajes.
Tocante a las formas, los hay quienes le hablan a los medios con un tono solemne que ya no llega a nadie; los hay quienes sólo se dedican a quejarse con un tono amargo que hostiga; los hay quienes pretenden modernizar un tono jurásico que raya en el cinismo; y los hay quienes, en la desesperación por no seguir perdiendo más puntos, simplemente no encuentran el tono.
Son contados quienes, en forma y fondo, parecen hablarnos a través de los medios con honestidad. Como alguna vez dijo Abraham Lincoln: “Más vale permanecer callado y que sospechen tu necedad, que hablar y quitarles toda la duda de ello”.
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