Hace años –a mediados de los setenta–, cuando los niños en nuestro país utilizaban cajas de zapatos para pedir su calaverita y no existían las calabazas de plástico chinas donde ahora exigen su “jálogüin” (pronunciando este último vocablo al más puro estilo del East L.A.), los habitantes del Distrito Federal éramos muchos menos y, gracias a que el ogro filantrópico aplicaba en lo que a apertura económica se refiere el “más si osare un extraño enemigo…” –más por temor a las odiosas comparaciones que por un convencido nacionalismo–, nadie se quejaba del mal servicio que daban Telmex o la Compañía de Luz por dos razones: la primera, porque no había con quién quejarse y, la segunda (la peor), porque creíamos que el servicio que recibíamos era el normal pues no teníamos contra qué compararlo.
Con el pretexto de que eran áreas estratégicas para la seguridad nacional, los servicios como el teléfono, la energía eléctrica y las carreteras, así como la extracción del petróleo, entre otros productos, fueron monopolizados por el gobierno y su administración se dio a través de diferentes empresas y organismos paraestatales, los cuales sirvieron (y siguen sirviendo), como la caja-no-tan-chica de donde cada administración se ha servido para hacerse de recursos para sus campañas políticas y para la subvención de grupos sociales que, como algunos sindicatos, le han ayudado a cada gobierno a tener un mejor control y que han cobrado caro el hacerse de la vista gorda.
Tiempo después y gracias a que la firma del TLC fue condicionada –entre otras cosas a la privatización del sector telefónico–, no seguimos padeciendo la misma obsolescencia de los 70’s. En esos años, el término usuario estaba tan subvaluado que la diferencia que ahora hacemos entre un servicio privado y un servicio del gobierno no parecía tan grande como lo parece hoy. No había una PROFECO que defendiera nuestros intereses (como medianamente lo hace ahora) ni existía la menor posibilidad de que nuestra queja fuera atendida. El término CRM –no acuñado aun pero sí activado por unas cuantas excepciones privadas–, no existía entonces y no existe a la fecha en el servicio público.
No ha sido necesaria campaña alguna de desprestigio para creer lo que la mayoría creemos acerca de las empresas públicas. Ninguno mejor que este ejemplo para precisar uno de los principios que rigen a las RP: Percepción es realidad. Estas empresas han dejado que el tiempo haya construido su reputación a solas: por el servicio que dan y por el precio que cobran. El esfuerzo o no que sus áreas de relaciones públicas hacen en materia de gestión de opinión no sólo es nulo sino que llega a ser contraproducente. La emisión de boletines es el único trabajo que les queda después de ser acorralados por una corriente que, adversa, sólo piensa que hay unas peores que otras, ninguna mejor.
No es de extrañar que, en su mayoría, la gente de este país aplauda la liquidación de la Compañía de Luz y Fuerza del Centro (sindicato incluido), entre otras cosas por la fama que le precede: líneas de transmisión, transformadores y subestaciones con 30 años de antigüedad; pérdidas anuales por 18 mil millones de pesos (3 veces el presupuesto de inversión de esta empresa) por alteración de medidores y 300 mil “diablitos” –muchos de ellos hechos por empleados del SME mediante su correspondiente “mordida” –, y más de 2,200 denuncias anuales ante la PROFECO por deficiencias en el servicio, cobros indebidos y mal trato a usuarios.
Aunado a esto, un sindicato con prerrogativas inigualables en el país: 54 días de aguinaldo; 350 kw gratuitos al mes (cuando el promedio nacional es de 285); fondo de ahorro de 11% pagado completamente por la empresa; jubilación a los 27 años de servicio o 55 de edad con salario y prestaciones vitalicias; ayuda económica de 3,500 pesos mensuales para gastos de transporte; pago de colegiaturas y despensas que equivalen al 8% adicional a su salario; “viáticos” por lectura de medidores en colonias alejadas; salario doble por horas extras y prima adicional del 40% por trabajar en domingos o días feriados, y el pago de días económicos (permisos) o ausencias justificadas por onomástico o fallecimiento de familiares hasta de tercer grado.
Todos estos datos (que no son producto de la percepción, sino de la cruda realidad), nos hacen mucho más sencillo el enfrentarnos a la disyuntiva de optar entre el beneficio de más de 20 millones de usuarios contra el despido de poco más de 40 mil empleados.
Ante esta información, no hay programa de RP que aguante ni mucho menos ayude. Como escribiera Flavio Cianciarulo, bajista de Los Fabulosos Cadillacs en la canción que da nombre a esta columna: “Las tumbas son para los muertos; las flores para sentirse bien”.
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