Por Manuel Moreno Rebolledo
El dramaturgo rumano Eugène Ionesco fue, quizá junto con Samuel Beckett, el padre de un género dramático llamado Teatro del Absurdo, cuyas tramas aparentemente carecen de significado. Con fuertes rasgos existenciales, se cuestiona al ser humano a través del sentido del humor (aparente, también) pues lo que se pretende es resaltar el drama en un marco de incoherencias y falta de lógica. Sirva lo anterior como marco introductorio:
PRIMER ACTO: GENERAL, YA NO OPINE
Era el día 34 de las campañas electorales para la Presidencia de la República y se conmemoraba el aniversario luctuoso de José María Morelos y Pavón. Salvador Cienfuegos, como secretario de Defensa en funciones, dio un discurso llamando a no dividir a los mexicanos, en un claro mensaje al candidato de Morena, diciendo que aquellos que aspiraran a dirigir este país, deberían seguir su ejemplo de unificación. López Obrador, aprovechó un acto de campaña para contestarle: “Yo le pediría al general, respetuosamente, que ya no opine”.
Hasta ese momento de su campaña –incluso ya casi al cierre–, se advertía en el discurso del entonces candidato López Obrador, un alejamiento de las Fuerzas Armadas del país, bajo la consigna de regresarlas a los cuarteles. Nadie imaginaba entonces –probablemente ni siquiera él–, que estas instituciones serían utilizadas para co-administrar el gobierno, siendo su principal socio con el grave riesgo que conlleva ponerlos a administrar aduanas, puertos, construir y gerenciar aeropuertos, trenes, construir caminos y hacerlos banqueros del Bienestar.
SEGUNDO ACTO: LA PRUEBA INEQUÍVOCA DE LA DESCOMPOSICIÓN DEL RÉGIMEN
Confundido, buscando palabras para no quedar como el marido engañado (siempre el último en enterarse), titubeante más de lo habitual, alcanzó a decir “lamentable, nunca nos informaron nada, no nos consultaron”. Sin embargo al final se contradijo (supongo que no sabía si revelarlo o no) “yo ya sabía porque hace unos 15 días la embajadora Bárcena me comentó que a su vez había escuchado sobre una indagatoria que involucraba al exsecretario de la Defensa, bueno pero a mí no me dijeron nada oficialmente, de gobierno a gobierno […] Cienfuegos es la prueba inequívoca de la descomposición del régimen; no podemos hablar de un narco-Estado, pero sí de un narco-gobierno”.
Fue lo primero que atinó a decir. Quizá pensando que por qué tenía que haber sucedido justo en el aniversario de la liberación –ordenada por él–, de Ovidio Guzmán. El instinto fue el que probablemente lo ayudó a corregir refrendando la confianza en los actuales secretarios de Defensa y Marina “son incorruptibles”, dijo, intentando salvar también con su discurso a las fuerzas armadas a las que, no queriendo, las había embarrado en su acusación diaria a los neoliberales.
El caso de Salvador Cienfuegos lo había sacado de su zona de confort y no quería que lo notaran ¿cómo hacerle? “Todos los que resulten involucrados en el caso van a ser retirados, suspendidos, si es el caso puesto a disposición de la Fiscalía”. No paraba de hablar aunque nuevamente se estaba llevando entre las patas a una estructura militar cada vez más confundida con su comandante supremo.
TERCER ACTO: EL ÚNICO VOCERO DEL CASO CIENFUEGOS, SOY YO
Ha perdido el control del tema. No es lo mismo amedrentar e insultar a sus críticos que manejar públicamente la decisión de otro gobierno sobre su gobierno –aunque fuera la detención de un presunto delincuente al que él ya había condenado y con esa condena había descompuesto un poco (hasta lo que se ve), su relación con los altos mandos de las fuerzas armadas, esas a las que había consentido tanto y ahora había embarrado con su discurso anticorrupción–.
¿Qué haría? ¿Se atrevería a insinuar que gracias a su gobierno estuvieran cayendo “peces gordos”, como ya se lo había sugerido Jesús? No. Era demasiado atrevido; además sus incondicionales ya lo daban por hecho, no era necesario repetirlo. Mejor hacer lo que mejor sabía hacer: tomar el micrófono y culpar a alguien.
“De ahora en adelante, el único vocero sobre el caso Cienfuegos seré yo; ni el canciller, ni el secretario de Seguridad, ni los mandos del ejército; sólo yo transmitiré información”. ¿Quién era el culpable? Pues la DEA: hacían lo que querían como lo hacían también Cienfuegos y García Luna –¿cómo se le ocurrió relacionarlos?–. Entraban y salían del país como se les daba la gana “ellos deberían informar sobre todos esos casos en México, seguro ellos convivían con García Luna y con el anterior secretario”.
Estaba confundido. Aunque ya tenía el micrófono y al nuevo culpable, no se sentía cómodo. Como si su pequeño auditorio –ese que lo acompaña ahora todos los días con preguntas aduladoras–, notara su ignorancia, el no saber qué decir ante un problema del que conocía tan poco. Estaba tan atribulado que incluso llegó –supongo que arrepentido–, a defender a García Luna y a Salvador Cienfuegos –eran víctimas de la DEA–; aunque después de ese lapsus se desdijo.
Estaba hecho bolas, más enredado que cuando tiene que explicar algún asunto económico o jurídico. No es lo suyo. Lo suyo es estar en campaña predicando como viejo maestro rural. Tenía hasta la compostura para parecerlo; no para meterse en un berenjenal como este cuando además, su gran amigo de la Casa Blanca, se iba y lo abandonaría a su suerte. Otro problema que se le viene. Otro problema que no sabrá manejar.
Si Cienfuegos pudiera revirarle lo dicho por López Obrador aquel día, seguramente le diría: “Yo le pediría al presidente, respetuosamente, que ya no opine”.
Gracias a Ionesco por la idea. Parece que esta tragicomedia tendrá bastante más futuro del esperado ya que, según sus propias palaras, “nadie es dueño de la multitud aunque crea tenerla dominada”, a final de cuentas, estimados lectores, nadie necesita juzgar la actitud del presidente: baste con decir que quien prefiere hablar del pasado para ocultar tan terrible presente, difícilmente tendrá un futuro.
Nos leemos la semana entrante y los invito a seguirme en Twitter: @ManuelMR.
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