octubre 10, 2020

La Nueva Opacidad

 Por Manuel Moreno Rebolledo

El presidente de la República dio la instrucción. Al no encontrar más recursos de los cuales echar mano para sus programas sociales, para contrarrestar la pandemia de Covid-19, y para algo más que aún no sabemos (y probablemente no sabremos como las campañas de Morena en 2021), los fideicomisos que daban sustentabilidad a los programas científicos, culturales y de asistencia más importantes del país –entre otros–, no existen más.

La gestión de su desaparición estuvo a cargo de Mario Delgado, líder de la bancada del partido en el gobierno quien, además, está buscando por medio de una encuesta, ser electo el nuevo presidente de Morena, lo que implicaría que como parte importante de su trabajo sería el de quedar bien con el presidente, no necesariamente con sus electores.

El razonamiento presidencial –como con todo– fue que los fideicomisos eran administrados en forma poco transparente, lo que acusaba un caso generalizado de corrupción.

Vayamos por partes. Los fideicomisos son contratos entre la administración pública y diferentes instituciones financieras para propósitos específicos, con recursos que pueden venir de diferentes lugares (el mismo gobierno, recursos autogenerados, fondos privados, etc.) y estos contratos salvaguardan el objetivo que parece no entender la 4T, que es asegurarse que los recursos estén disponibles en el tiempo y lugar en que sean requeridos, independientemente de la coyuntura económica. Por poner un ejemplo: la ayuda a pacientes con cáncer se hace llegar independientemente de que haya o no una crisis económica.

Los fideicomisos funcionan básicamente por tres razones: la primera, permiten conseguir los fines para los que existen sin depender de la normatividad gubernamental en materia de adquisiciones (siguiendo con el ejemplo anterior, si se requiere comprar un tanque de oxígeno en forma urgente, se hace); segunda, porque le permiten al gobierno la coparticipación privada en el suministro de recursos; y tercera, porque apoyan al Estado con el copatrocinio de actividades que podrían ser de su exclusividad.

Sobre su opacidad –que fue el pretexto socorrido–, la actual normatividad de los fideicomisos los hace organismos mucho más transparentes que, incluso, algunas dependencias de la administración pública federal actual, me explico.

Hasta antes de su desaparición, esta reglamentación implicaba que ya no hubiera secreto fiduciario, es decir, que ya se podía saber con entera precisión de dónde provenían los recursos y a cuánto ascendían; también, que eran sujetos de la ley de transparencia, es decir, se podía consultar a qué se destinaba cada peso que gastaban; también eran sujetos auditables, tanto por la Secretaría de la Función Pública como por la Auditoría Superior de la Federación; y que, gobernados por Comités Técnicos con representantes de este gobierno, reportaban trimestralmente ante Hacienda y el Congreso, tanto sus ingresos como sus gastos. La diferencia con algunas dependencias del gobierno, por ejemplo, es que en esta administración de cada diez pesos, cuatro se gastan en adjudicaciones directas, según advierte el Instituto Mexicano para la Competitividad, siendo quien más ejecuta esta práctica, la encargada del sector energético de este país y que, curiosamente, fue la administradora de los dineros de la campaña política que llevó a López Obrador a la presidencia.

Los recursos de los fideicomisos desaparecidos, en su conjunto, suman 68 mil 478 millones de pesos de los cuales no se tiene identificado aún qué cantidad es del gobierno, cuánto corresponde a recursos autogenerados y cuánto a donaciones o patrocinios privados. Se desconoce, además, cuánto de esos recursos está ya comprometido por contratos multianuales y cuánto finalmente queda. Eso no le importó al presdiente.

López Obrador, seguramente con el desconocimiento de causa que lo caracteriza, actuó a rajatabla cancelando la operatividad y el destino de los fideicomisos con el objeto de hacerse llegar recursos adicionales. Resulta por demás curioso que esta misma semana, el Ejecutivo anunciara también un acuerdo con un grupo de empresarios nacionales que invertirán en 39 obras de infraestructura (energía, comunicaciones y transportes, agua potable, saneamiento, medio ambiente y turismo), equivalentes a 297 mil millones de pesos. Curioso porque, de ser así, no tendría que utilizar los casi 68.5 mil millones de los fideicomisos a no ser que el destino de estos recursos fuera otro, sobre todo en momentos en que la inversión extranjera directa se ha contraído en forma muy severa.

Lo irónico es que esos recursos –que el pretexto indica que provienen de entidades poco transparentes–, serán suministrados discrecionalmente por el propio presidente quien, paradójicamente, no tiene sobre sí un organismo u oficina que controle esa discrecionalidad y, mucho menos, lo vigile. López Obrador seguramente está proyectando la etapa de cuando le daba “su domingo” a sus hijos dependiendo de cómo se comportaran. Un indicador del populismo es justamente ese: hacer actuar al gobernante como un padre de familia.

A final de cuentas, lo importante es que López Obrador se ha hecho de una cantidad bárbara de dinero que él mismo manejará. Lo hizo a la vista de todos y con el apoyo de sus diputados en el Congreso. La diferencia entre él y los anteriores gobernantes es que estos últimos eran, cuando menos, más discretos.

A la postre –decía Ortega y Gasset–, el engaño resulta ser un humilde parásito de la ingenuidad.

Nos leemos la semana entrante y los invito a seguirme en Twitter: @ManuelMR. 


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