No hace falta un gobierno perfecto sino
uno que sea práctico.
Como principio aristotélico suena
formativo aunque cada vez –al menos en nuestro país–, se vuelve cada vez más
utópico. Además, nadie mejor que nosotros los mexicanos para decir que no
siempre el pragmatismo trae una inteligencia implícita en las acciones.
Con el regreso del PRI al poder, muchos
se frotaron las manos esperando ese pragmatismo que nos sacara de la
inamovilidad que por dos sexenios –cuando menos, seguro es bastante más–, ha
demorado ya el desarrollo económico y ese estancamiento que en general se ha
tenido y que ha dado crecimientos económicos cada vez menores desde las épocas
en que Antonio Ortiz Mena conducía la economía de este país.
Van a ser ya veinte años cuando Ernesto
Zedillo pudo medio sortear la crisis que entre él y Carlos Salinas
desencadenaron en 1994, pero fueron acciones más urgentes que un pragmatismo
real, planeado e ideado por y desde del gobierno del propio Zedillo. No fue
así, fueron medidas emergentes que contaron con la condición de cumplimiento de
organismos financieros internacionales y una gran actividad a favor de México
gestionada en ese entonces por Bill Clinton (a muchos se les olvida la ayuda y
el compromiso que mostró con México).
Es cierto, muchos podrán argumentar en
favor de los gobiernos de Zedillo y el PAN que los indicadores macroeconómicos
se han mantenido con cierta estabilidad (la inflación, por ejemplo, se ha
mantenido en cifras no superiores al 5% anual) pero, a final de cuentas, ¿a
quién le sirve eso si no hay crecimiento y por lo tanto desarrollo? (Ojo,
comparar esto con el pasado tampoco ayuda).
La apertura de México a una competencia
económica global en el sexenio de Carlos Salinas, formando EL TLC con Canadá y
Estados Unidos ha traído buenos resultados pero han sido completamente exiguos
ante las necesidades de un país que ha visto crecer, sexenio tras sexenio, su
número de pobres (en términos generales, por supuesto). De la administración de
la riqueza que prometió hace casi 35 años López Portillo, hemos venido
administrando el crecimiento de la pobreza que comenzó con Luis Echeverría y no
termina por acabarse.
Mucho se ha escrito sobre la propuesta
fiscal del actual gobierno. No he leído a nadie sensato que se atreva a
llamarle “reforma”, simplemente porque no lo es. Luis Videgaray, el secretario
de Hacienda insiste en que esta nueva miscelánea estará aprobada antes del
domingo. Va a depender mucho, desde luego, de si se logra aplazar la fecha que
tiene el congreso de Estados Unidos para terminar el shutdown y que vence este
viernes ya que, de no lograrlo no habrá reforma (menos aún una miscelánea) que
nos salve: la interdependencia entre México, Estados Unidos y Canadá puede llegar
a ser bendición y maldición al mismo tiempo.
Esta miscelánea fiscal es sólo un
ejemplo de los “Frankenstein” que ya están armados y de los que nos esperan. Ya
vimos una reforma laboral que no toca al apartado B del artículo 123 de la
Constitución y que cuando lo toca (con el gremio del magisterio), le quiere
llamar “Reforma Educativa” que, al no serlo, tiene al gobierno negociando
grandes cantidades de dinero (al SME, por ejemplo, para que ya no le dé su
apoyo a la CNTE), y a los ciudadanos del Distrito Federal dándonos el
campeonato mundial de la paciencia.
Ya vimos también una reforma en
telecomunicaciones que tampoco termina por convencer, en tanto no promete una
accesibilidad real a la población a los servicios de banda ancha e incentivando
que este pastel se reparta en dos manos, y que propone que una institución,
sufragada y emanada del gobierno sea quien regule el actuar de los diferentes
concesionarios multinivel que tiene el Estado para explotar radiofrecuencias.
Esta reforma no contempla, desde luego y ni por equivocación, un Ombudsman que
vigile los contenidos de las concesiones, no para censurarlos ojo, sino
simplemente para que den cumplimiento a las temáticas ofrecidas en los títulos
de concesión que ganaron y sus debidos porcentajes.
Si la reforma energética va a ser como
lo que hemos visto hasta ahora, esperemos como hace casi seis años y también
doce y también dieciocho, sólo “una Reforma Posible” que, en términos
prácticos, querrá decir que todo sigue igual.
Este es el pragmatismo del nuevo PRI.
Finta con un Pacto por México que al único que le sirve es al viejo (y ya muy
rancio) sistema político mexicano, donde parece que los grandes partidos de
oposición regresan a ser aquellos PARM y PPS que hacían como que se oponían y
el PRI jugaba a que era demócrata. De los extremos como MORENA mejor ni hablar.
Paradójicamente –por el discurso–, parecen representar un conservadurismo que,
por necesidades reales del país, dejó de aplicar hace mucho tiempo y que, aún
mandando al diablo a las instituciones prefieren sumarse a ellas porque es
mejor estar del lado del presupuesto aunque eso también implique un costo (y
muy alto) para los ciudadanos.
El problema es de fondo y es
estructural. No en vano el PRI convoca al Pacto por México en momentos en que
gran parte de la sociedad (pesa decirlo pero, sobre todo la ilustrada),
demuestra cada vez un mayor desprecio por este sistema que ha empoderado a los
partidos y sobajado al ciudadano.
Ya no es el tiempo en que los ciudadanos
no reclamábamos o permanecíamos callados ante un sistema tan pernicioso como el
que tenemos: la conciencia y las nuevas tecnologías lo están permitiendo y cada
vez somos más aunque, como decía Moravia, curiosamente los votantes siguen sin
sentirse responsables de los fracasos del gobierno por el cual han votado.
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