Discutir sobre el valor que la
democracia puede o no tener (en un contexto como el que se vive en México), es
algo cuestionable en muchos sentidos que van desde el costo que en nuestro país
tiene ejercerla, la práctica que lejos de perfeccionarla parece retraerla y la
corrupción que en términos políticos y económicos conlleva. Por ello –y en el
entendido que señala Roosevelt (Theodore)–, una democracia debe progresar o
pronto dejará de serlo.
Esto presupone que en un Estado
civilizado, el acato a la voluntad de la mayoría debe traducirse en mandato y
debe ser respetado por todos (vencidos y vencedores) con un elemento adicional
que hace una gran diferencia con respecto a un escenario beligerante: tanto vencedores
como vencidos deben trabajar juntos. Ni el vencido debe desconocer que fue el
mandato de una mayoría el que lo dejó en esa condición, ni el vencedor debe
desconocer a esa (muchas veces mayoría), que no le dio su confianza por medio
del sufragio.
De las pocas (de las muy pocas,
diría yo), cosas sensatas que dijo Fox cuando estuvo en la presidencia, fue
aquella sentencia a la que no estábamos acostumbrados por el presidencialismo
al que nos tuvo tanto tiempo acostumbrados el PRI. Con aquella oración (“El
presidente propone y el congreso dispone”), Fox –seguramente sin saberlo–, más
que defenderse porque su gobierno no se movía o sus propuestas no pasaban,
estaba describiendo una nueva realidad: la de un presidencialismo acotado, un
presidencialismo cuyo poder debe estar basado en la negociación.
Pero era la primera vez para ambos:
la primera vez que una oposición más comparsa que productiva gobernaba y era
también la primera vez que un gobierno más despótico que democrático se
convertía en oposición. Ninguno sabía su papel –y a la fecha creo que siguen
sin saberlo–.
El otro conglomerado (que se llama
a sí mismo de izquierda más por descarte que por convicción), no ha sido
gobierno federal. Sin embargo, por esa misma condición de confusión ideológica,
ha dejado visos en los gobiernos locales que ha presidido de no ser una opción
de desarrollo sino de retroceso (especial y precisamente en materia económica),
ha sido una oposición más confrontadora y rijosa que propositiva. Contrario a
lo que sugiere Chesterton, la mal llamada izquierda sigue pensando en que se
debe hacer una revolución para conseguir la democracia, cuando es precisamente
lo contrario.
El escenario empeora: ninguno de
los tres partidos más votados ha sabido ser, ni un gobierno que entiende a las
minorías ni una oposición que, en contra de la mayoría, toma como rehén al país
para salirse con la suya (unos más ostensiblemente que otros pero los tres lo
han hecho).
En abril de 2008 –entonces el PAN
era gobierno y el PRI oposición–, Felipe Calderón hacía exactamente el mismo
diagnóstico que de PEMEX hace ahora el gobierno de Peña Nieto y el PRI votaba
(junto con el PRD) en contra de una gran reforma energética. Ahora el PRI
necesitará al PAN para sacar esa gran reforma adelante y seguramente tendrá que
cederle algunos puntos de su propuesta original (tal y como cedió ahora con el
PRD para sacar la miscelánea fiscal para 2014).
¿A qué viene esto? A que ya sea por
cinismo, sumisión o simplemente estulticia, nunca en la historia reciente de
este país se ha dado un acuerdo consensuado para sacar una reforma de gran
calado. Nunca, las tres fuerzas más importantes del país, que por sí solas no
son mayoría, se han sentado a diseñar algo satisfactorio para las tres partes
pero, sobre todo, algo satisfactorio para la población (y por satisfactorio no
quiero decir popular, sino que realmente ayude a su desarrollo).
El PAN en el senado (el ala
calderonista), está ahora negociando para que ni la miscelánea fiscal ni la Ley
de Ingresos (y Egresos) para 2014 vea la luz en los términos en que fueron
aprobados por la Cámara de Diputados. Tampoco cabe la ingenuidad de que lo
están haciendo por el bien de México. Si algo le aprendió bien este grupo al
PRI fue el ejercicio del quid pro quo;
si fuera lo contrario, estarían pensando en un cambio mucho más profundo y
estructural que el de quitar sólo algunos impuestos que podrían afectar a su
clientela.
Pierden de vista que la democracia
debe cuidarse de cometer dos grandes excesos: la desigualdad, que la conduciría
a la anarquía, y la igualdad extrema, que la conduciría irremediablemente otra
vez al despotismo.
No quisiera ser pesimista diciendo
que a nuestros políticos se les dificulta pensar en la democracia. Simplemente
pensar ya es un ejercicio extenuante para ellos. Decía Elbert Hubbard
(ensayista y autor del famosísimo “Mensaje a García”), palabras más, palabras
menos, que la democracia tiene por lo menos un merito: un gobernante o
legislador por el que se ha votado, no puede ser más incompetente que quien
votó por él.
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