diciembre 29, 2013

La Mayoría

Discutir sobre el valor que la democracia puede o no tener (en un contexto como el que se vive en México), es algo cuestionable en muchos sentidos que van desde el costo que en nuestro país tiene ejercerla, la práctica que lejos de perfeccionarla parece retraerla y la corrupción que en términos políticos y económicos conlleva. Por ello –y en el entendido que señala Roosevelt (Theodore)–, una democracia debe progresar o pronto dejará de serlo.

Esto presupone que en un Estado civilizado, el acato a la voluntad de la mayoría debe traducirse en mandato y debe ser respetado por todos (vencidos y vencedores) con un elemento adicional que hace una gran diferencia con respecto a un escenario beligerante: tanto vencedores como vencidos deben trabajar juntos. Ni el vencido debe desconocer que fue el mandato de una mayoría el que lo dejó en esa condición, ni el vencedor debe desconocer a esa (muchas veces mayoría), que no le dio su confianza por medio del sufragio.

De las pocas (de las muy pocas, diría yo), cosas sensatas que dijo Fox cuando estuvo en la presidencia, fue aquella sentencia a la que no estábamos acostumbrados por el presidencialismo al que nos tuvo tanto tiempo acostumbrados el PRI. Con aquella oración (“El presidente propone y el congreso dispone”), Fox –seguramente sin saberlo–, más que defenderse porque su gobierno no se movía o sus propuestas no pasaban, estaba describiendo una nueva realidad: la de un presidencialismo acotado, un presidencialismo cuyo poder debe estar basado en la negociación.
Pero era la primera vez para ambos: la primera vez que una oposición más comparsa que productiva gobernaba y era también la primera vez que un gobierno más despótico que democrático se convertía en oposición. Ninguno sabía su papel –y a la fecha creo que siguen sin saberlo–.

El otro conglomerado (que se llama a sí mismo de izquierda más por descarte que por convicción), no ha sido gobierno federal. Sin embargo, por esa misma condición de confusión ideológica, ha dejado visos en los gobiernos locales que ha presidido de no ser una opción de desarrollo sino de retroceso (especial y precisamente en materia económica), ha sido una oposición más confrontadora y rijosa que propositiva. Contrario a lo que sugiere Chesterton, la mal llamada izquierda sigue pensando en que se debe hacer una revolución para conseguir la democracia, cuando es precisamente lo contrario.

El escenario empeora: ninguno de los tres partidos más votados ha sabido ser, ni un gobierno que entiende a las minorías ni una oposición que, en contra de la mayoría, toma como rehén al país para salirse con la suya (unos más ostensiblemente que otros pero los tres lo han hecho).

En abril de 2008 –entonces el PAN era gobierno y el PRI oposición–, Felipe Calderón hacía exactamente el mismo diagnóstico que de PEMEX hace ahora el gobierno de Peña Nieto y el PRI votaba (junto con el PRD) en contra de una gran reforma energética. Ahora el PRI necesitará al PAN para sacar esa gran reforma adelante y seguramente tendrá que cederle algunos puntos de su propuesta original (tal y como cedió ahora con el PRD para sacar la miscelánea fiscal para 2014).

¿A qué viene esto? A que ya sea por cinismo, sumisión o simplemente estulticia, nunca en la historia reciente de este país se ha dado un acuerdo consensuado para sacar una reforma de gran calado. Nunca, las tres fuerzas más importantes del país, que por sí solas no son mayoría, se han sentado a diseñar algo satisfactorio para las tres partes pero, sobre todo, algo satisfactorio para la población (y por satisfactorio no quiero decir popular, sino que realmente ayude a su desarrollo).

El PAN en el senado (el ala calderonista), está ahora negociando para que ni la miscelánea fiscal ni la Ley de Ingresos (y Egresos) para 2014 vea la luz en los términos en que fueron aprobados por la Cámara de Diputados. Tampoco cabe la ingenuidad de que lo están haciendo por el bien de México. Si algo le aprendió bien este grupo al PRI fue el ejercicio del quid pro quo; si fuera lo contrario, estarían pensando en un cambio mucho más profundo y estructural que el de quitar sólo algunos impuestos que podrían afectar a su clientela.

Pierden de vista que la democracia debe cuidarse de cometer dos grandes excesos: la desigualdad, que la conduciría a la anarquía, y la igualdad extrema, que la conduciría irremediablemente otra vez al despotismo.

No quisiera ser pesimista diciendo que a nuestros políticos se les dificulta pensar en la democracia. Simplemente pensar ya es un ejercicio extenuante para ellos. Decía Elbert Hubbard (ensayista y autor del famosísimo “Mensaje a García”), palabras más, palabras menos, que la democracia tiene por lo menos un merito: un gobernante o legislador por el que se ha votado, no puede ser más incompetente que quien votó por él.

Así las cosas, así de duro.

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