1985 tuvo una primavera extrañamente cálida en París. Casi todas las
ciudades europeas con un río que las cruce y ubicadas en países bañados por el
mediterráneo tienen primaveras particularmente frías; el río es una verdadera
arteria que atraviesa por la mitad las ciudades y las ventila trayendo ese aire
frío que viene directo desde el mar o desde las montañas. Ese año en
particular, el Sena no traía nada de viento consigo y sí, junto con una
disminución en su nivel natural, prestaba espacio en algunas de sus radas para
que algunos parisinos se quitasen la ropa -o al menos parte de ella-, y se
metieran en sus orillas con la debida precaución de no ser vistos por la
abochornada guardia de la ribera.
Yo estaba en París en abril de ese año por trabajo y fui acompañado de
dos compañeras que hicieron, debo confesarlo, mucho más llevadero este viaje.
Un viernes, después de haber asistido por la mañana y parte de la
tarde a una reunión de trabajo para terminar de redactar el documento que justificaba
y concluía nuestra presencia allí, llegué a mi hotel buscando más el refresco
del aire acondicionado que un descanso. Estaba hospedado en el Hotel Malraux
(ahora le cambiaron el nombre por Villa Mazarin), ubicado en la esquina que
forman la Rue du Temple y la Rue de Rivoli, a una calle de una de las
más hermosas iglesias góticas que existen en el mundo: Notre Dame.
Después de un baño que me hizo sentirme francamente agradecido con la
vida –y ya cerca de las siete de la noche, ya que la temperatura estaba
disminuyendo–, decidí ponerme de acuerdo con mis compañeras de viaje para salir
a la calle a disfrutar de la noche parisina en viernes. Después de un buen
baño, me puse unos jeans, unos zapatos cómodos, una camisa blanca de algodón y
un saco también fresco, de lino, en color azul marino pues, como decía mi
abuela, “uno siempre sabe lo que el día se llevó, pero no lo que la noche
traiga”.
Salimos del lobby del hotel casi a las ocho de la noche y caminamos
por la Rue de Rivoli hasta donde se
convierte en la Rue de San Antoine
(las calles que son consideradas como las más céntricas de París), y donde se
encontraban algunos de los talleres de diseñadores (que en ese entonces eran
considerados “jóvenes de vanguardia”) como Gaultier o Ford. Dimos vuelta a mano
derecha por la Rue St. Paul hasta
llegar al Sena, cruzamos el puente que comunica con la Ille St. Louis, de allí seguimos adelante y cruzamos el otro puente
que nos condujo a la Ille de la Cité
encontrándonos de frente a la única, imponente, iglesia de Notre Dame donde nos
detuvimos por cerca de una hora.
Notre Dame provoca una mezcla muy extraña de sensaciones, sobre todo
de noche. Es algo muy hermoso, que al mismo tiempo puede ser sobrecogedor y
hasta aterrorizante. Su estructura, como casi todas las iglesias góticas,
tenían el propósito de inspirar respeto intimidando. Esta lo hacía con creces.
Después de estar allí, sin dejar de sentirnos maravillados, caminamos
por el Boulevard de Sébastopol hasta
retomar nuevamente la Rue de Rivoli y
seguir de frente para cruzar el Louvre y el Jardin
des Tulleries hasta llegar a la Place
de la Concorde que hacía esquina con el que sería nuestro destino final por
esa noche: la Rue Cambon, donde se
encuentra el famoso Bar Hemingway.
Ya para entonces eran casi las diez de la noche –habíamos paseado por
casi dos horas en una de las calles más espectaculares del mundo por todo lo
que ofrece a su paseante–.
El Bar Hemingway –a un costado del Hotel Ritz, en la misma calle que
lleva al Boulevard de la Madeleine
donde se encuentra el Teatro de la Ópera de París–, era un lugar completamente
ajeno a lo que se pusiera de moda: siempre lo estaba. Era célebre precisamente
por haber contado entre sus asiduos visitantes al escritor Ernest Hemingway y
por recibir constantemente a celebridades de todo tipo y sí, se puso de moda
para el turismo algunos años después, en 1988, cuando fue recreado para filmar
la película de Alan Rudolph “Los Modernos”, donde se hace referencia
precisamente a ese capítulo del famoso bar, cuando personajes como Hemingway,
Nathalie de Ville y Libby Valentine, entre otros ilustres miembros de la
comunidad intelectual de la época, entraban al bar y nunca sabían a qué hora
iban a salir. Y esa era nuestra intención esa noche.
Por ser viernes, la hora en que llegamos al bar nos permitió entrar
con bastante comodidad. De unas 35 o 40 plazas (entre mesas y cómodos sillones,
algunos de ellos originales de los años veinte) que tiene el lugar, estaban
ocupadas poco más de la mitad. La iluminación era un poco más cálida que la
temperatura ambiente en las calles de París –que ya para esa hora se había
disipado–, un increíble olor a fresco había en el ambiente (es de esos olores
que no se olvidan: olía a “verde”). La barra del Hemingway era verdaderamente
excepcional no sólo por la cantidad de bebidas que ofrecía y sus respectivas
nacionalidades, sino porque se trataba también de un espacio muy cómodo para
estar pues tenía filas alternadas de asientos y filas independientes para
permanecer parado. No era necesario ir a la barra si no se tenía por qué ir,
pues sólo se conseguía servicio a través de un mesero.
Y fue precisamente en esa barra que lo vi.
Cómodamente sentado, extrañamente solo. Desde muy joven había admirado
sus películas y la manera de ver sus propias realidades a través de sus ojos.
Medía aproximadamente unos diez o quince centímetros menos que yo –es, en
realidad, bajito–, pero es de ese tipo de personas que aunque no se le
reconozca, voltea uno a verlo.
Normalmente no soy de las personas que piden un autógrafo. Le doy más
valor a mi vergüenza que al souvenir que pueda conseguir porque, a fin de
cuentas es sólo un papel con una firma. Sin embargo esa vez, ese fue un
excelente pretexto para acercarme a él y sacarle cuando menos un par de
palabras. Antes, me cercioré con el mesero –quien ya nos había atendido y
servido Armagnac para mis acompañantes y Calvados para mí–, cuánto tiempo
llevaba ese hombre aquí bebiendo, no fuera a ser que una imprudencia de mi
parte y un ligero exceso de alcohol en la suya, ocasionaran un abrupto
contratiempo.
Me acerqué por su espalda y pregunté en inglés: –¿Mister Polanski?
Volteó a verme asintiendo con la cabeza y antes de que pudiera verme
completamente, le dije que era de México, que estaba en París por asuntos de
trabajo, que estaba en el Hemingway por una absoluta casualidad, que no era un
caza-autógrafos, y que simplemente admiraba mucho su trabajo.
Lo primero que alcanzó a decir fue: –¿México?
–Sí, México, respondí. Al sur de Estados Unidos y norte de
Centroamérica.
–Sí, sí, respondió, he estado allí varias veces. Me gusta mucho tu
país, Vallarta... y el Tequila.
–¿Me permite entonces invitarle unos tequilas en mi lugar? Vengo
acompañado de dos compañeras también de México. Le dije.
Sorprendentemente aceptó. Dijo que sería sólo por un rato pues estaba
esperando a su cita. En esa época aún no se volvía a casar –a la postre se
casó finalmente con Emmanuelle Seigner– así que en ese momento sólo se podría
tratar de Nastassja Kinski con quien se le ligaba sentimentalmente desde antes de filmar “Tess”, con ella de protagonista, en 1979. Se sentó junto a mí y me
preguntó:
–¿Y cómo está América?
Recordé entonces que tiempo después de haber filmado “Chinatown” en
1974 en Estados Unidos, se le acusó de haber abusado sexualmente de una menor
de trece años –algo que dicen fue más “preparado” que cierto–, pero como el
juicio seguía en pie, no podía regresar a ese país.
–América (Estados Unidos), siempre parecerá mucho mejor de lo que es,
le dije. Rió mucho de ese comentario y recordó –y desde luego nos lo hizo
saber–, a todos los amigos que había dejado allá y que ya casi no lo visitaban
pues tenía casi seis años de no hacer una película.
Nos contó muchísimas cosas. Sobre las excentricidades que ya en 1974
caracterizaban a Jack Nicholson; que Woody Allen no le simpatizaba pues era una
persona muy extraña, no obstante tener una buena amistad con su mujer de ese
entonces, Mia Farrow, a quien conoció y él personalmente seleccionó para el
papel de “El Bebé de Rosemary” que realizó en 1968 y por lo que se creó la
leyenda urbana de los asesinatos de Charles Manson en su casa de Los Ángeles.
Y sí, confieso que tuve la tentación, por un momento, de preguntarle
sobre Sharon Tate y ese estúpido crimen. Afortunadamente me contuve, ganó la prudencia
sobre el oficio.
Polanski no parecía un ser atormentado ni “raro” como nos lo querían
vender los noticiarios de espectáculos de Estados Unidos. Era una persona muy
simpática, con un gran sentido del humor y que siempre estaba pensando en hacer
cosas realmente diferentes. Como la película “¿Qué?”, realizada por él en 1972
con Marcello Mastroianni y Sydne Rome y que tuve que ver tres veces para
entender medianamente qué nos quiso decir.
Le confesé que si yo tuviera lo que podría llamarse fanatismo por un
actor, este sería precisamente Mastroianni. Me dijo que no recomendaba esos
asuntos, que la gente no debe tener ídolos porque luego empieza a perder su
propia personalidad y esencia, pero que si ya había caído en esa tentación,
mejor modelo no podría haber conseguido. Nos dijo que Mastroianni era una
persona tan encantadora que nadie se le resistía: ni las mujeres ni los hombres
que iban con ellas. Tenía ese “don” tan extraordinario que cualquier cosa que
dijera siempre era tomada con respeto, pero sobre todo con encanto.
Pasamos más de tres horas platicando con él. Su cita era efectivamente Nastassja Kinski quien ya había
llegado pero se detuvo a platicar más de una hora con un grupo de personas
entre las que alcancé a distinguir a Grace Jones y Ralph Lauren. Fue hasta
después –casi las cuatro de la mañana–, cuando él fue a alcanzarla uniéndose
al grupo.
No tuvimos tiempo de platicar de todas sus películas: en las que fue
actor, las que había escrito y las veinte que hasta ese entonces había
dirigido. Tuvimos tiempo para conocerlo aunque fuera brevemente y para
disfrutar de una increíble velada en uno de los mejores bares de París
platicando con él.
Todavía ahora,
cada vez que veo una de sus películas, recuerdo lo que me dijo: “Cada vez que
vayas a ver una película, no pienses en quién la dirigió o quién la está
actuando. Piensa en si esa película podría ser vista dentro de muchos años y
despertar las mismas emociones y los mismos sentimientos que en ese momento
está despertando en ti. Si es así, estás frente a un clásico”.
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