diciembre 29, 2013

París, abril del ‘85

1985 tuvo una primavera extrañamente cálida en París. Casi todas las ciudades europeas con un río que las cruce y ubicadas en países bañados por el mediterráneo tienen primaveras particularmente frías; el río es una verdadera arteria que atraviesa por la mitad las ciudades y las ventila trayendo ese aire frío que viene directo desde el mar o desde las montañas. Ese año en particular, el Sena no traía nada de viento consigo y sí, junto con una disminución en su nivel natural, prestaba espacio en algunas de sus radas para que algunos parisinos se quitasen la ropa -o al menos parte de ella-, y se metieran en sus orillas con la debida precaución de no ser vistos por la abochornada guardia de la ribera.

Yo estaba en París en abril de ese año por trabajo y fui acompañado de dos compañeras que hicieron, debo confesarlo, mucho más llevadero este viaje.

Un viernes, después de haber asistido por la mañana y parte de la tarde a una reunión de trabajo para terminar de redactar el documento que justificaba y concluía nuestra presencia allí, llegué a mi hotel buscando más el refresco del aire acondicionado que un descanso. Estaba hospedado en el Hotel Malraux (ahora le cambiaron el nombre por Villa Mazarin), ubicado en la esquina que forman la Rue du Temple y la Rue de Rivoli, a una calle de una de las más hermosas iglesias góticas que existen en el mundo: Notre Dame.

Después de un baño que me hizo sentirme francamente agradecido con la vida –y ya cerca de las siete de la noche, ya que la temperatura estaba disminuyendo–, decidí ponerme de acuerdo con mis compañeras de viaje para salir a la calle a disfrutar de la noche parisina en viernes. Después de un buen baño, me puse unos jeans, unos zapatos cómodos, una camisa blanca de algodón y un saco también fresco, de lino, en color azul marino pues, como decía mi abuela, “uno siempre sabe lo que el día se llevó, pero no lo que la noche traiga”.

Salimos del lobby del hotel casi a las ocho de la noche y caminamos por la Rue de Rivoli hasta donde se convierte en la Rue de San Antoine (las calles que son consideradas como las más céntricas de París), y donde se encontraban algunos de los talleres de diseñadores (que en ese entonces eran considerados “jóvenes de vanguardia”) como Gaultier o Ford. Dimos vuelta a mano derecha por la Rue St. Paul hasta llegar al Sena, cruzamos el puente que comunica con la Ille St. Louis, de allí seguimos adelante y cruzamos el otro puente que nos condujo a la Ille de la Cité encontrándonos de frente a la única, imponente, iglesia de Notre Dame donde nos detuvimos por cerca de una hora.

Notre Dame provoca una mezcla muy extraña de sensaciones, sobre todo de noche. Es algo muy hermoso, que al mismo tiempo puede ser sobrecogedor y hasta aterrorizante. Su estructura, como casi todas las iglesias góticas, tenían el propósito de inspirar respeto intimidando. Esta lo hacía con creces.

Después de estar allí, sin dejar de sentirnos maravillados, caminamos por el Boulevard de Sébastopol hasta retomar nuevamente la Rue de Rivoli y seguir de frente para cruzar el Louvre y el Jardin des Tulleries hasta llegar a la Place de la Concorde que hacía esquina con el que sería nuestro destino final por esa noche: la Rue Cambon, donde se encuentra el famoso Bar Hemingway.

Ya para entonces eran casi las diez de la noche –habíamos paseado por casi dos horas en una de las calles más espectaculares del mundo por todo lo que ofrece a su paseante–.

El Bar Hemingway –a un costado del Hotel Ritz, en la misma calle que lleva al Boulevard de la Madeleine donde se encuentra el Teatro de la Ópera de París–, era un lugar completamente ajeno a lo que se pusiera de moda: siempre lo estaba. Era célebre precisamente por haber contado entre sus asiduos visitantes al escritor Ernest Hemingway y por recibir constantemente a celebridades de todo tipo y sí, se puso de moda para el turismo algunos años después, en 1988, cuando fue recreado para filmar la película de Alan Rudolph “Los Modernos”, donde se hace referencia precisamente a ese capítulo del famoso bar, cuando personajes como Hemingway, Nathalie de Ville y Libby Valentine, entre otros ilustres miembros de la comunidad intelectual de la época, entraban al bar y nunca sabían a qué hora iban a salir. Y esa era nuestra intención esa noche.

Por ser viernes, la hora en que llegamos al bar nos permitió entrar con bastante comodidad. De unas 35 o 40 plazas (entre mesas y cómodos sillones, algunos de ellos originales de los años veinte) que tiene el lugar, estaban ocupadas poco más de la mitad. La iluminación era un poco más cálida que la temperatura ambiente en las calles de París –que ya para esa hora se había disipado–, un increíble olor a fresco había en el ambiente (es de esos olores que no se olvidan: olía a “verde”). La barra del Hemingway era verdaderamente excepcional no sólo por la cantidad de bebidas que ofrecía y sus respectivas nacionalidades, sino porque se trataba también de un espacio muy cómodo para estar pues tenía filas alternadas de asientos y filas independientes para permanecer parado. No era necesario ir a la barra si no se tenía por qué ir, pues sólo se conseguía servicio a través de un mesero.

Y fue precisamente en esa barra que lo vi.

Cómodamente sentado, extrañamente solo. Desde muy joven había admirado sus películas y la manera de ver sus propias realidades a través de sus ojos. Medía aproximadamente unos diez o quince centímetros menos que yo –es, en realidad, bajito–, pero es de ese tipo de personas que aunque no se le reconozca, voltea uno a verlo.

Normalmente no soy de las personas que piden un autógrafo. Le doy más valor a mi vergüenza que al souvenir que pueda conseguir porque, a fin de cuentas es sólo un papel con una firma. Sin embargo esa vez, ese fue un excelente pretexto para acercarme a él y sacarle cuando menos un par de palabras. Antes, me cercioré con el mesero –quien ya nos había atendido y servido Armagnac para mis acompañantes y Calvados para mí–, cuánto tiempo llevaba ese hombre aquí bebiendo, no fuera a ser que una imprudencia de mi parte y un ligero exceso de alcohol en la suya, ocasionaran un abrupto contratiempo.

Me acerqué por su espalda y pregunté en inglés: –¿Mister Polanski?

Volteó a verme asintiendo con la cabeza y antes de que pudiera verme completamente, le dije que era de México, que estaba en París por asuntos de trabajo, que estaba en el Hemingway por una absoluta casualidad, que no era un caza-autógrafos, y que simplemente admiraba mucho su trabajo.

Lo primero que alcanzó a decir fue: –¿México?

–Sí, México, respondí. Al sur de Estados Unidos y norte de Centroamérica.

–Sí, sí, respondió, he estado allí varias veces. Me gusta mucho tu país, Vallarta... y el Tequila.

–¿Me permite entonces invitarle unos tequilas en mi lugar? Vengo acompañado de dos compañeras también de México. Le dije.

Sorprendentemente aceptó. Dijo que sería sólo por un rato pues estaba esperando a su cita. En esa época aún no se volvía a casar –a la postre se casó finalmente con Emmanuelle Seigner– así que en ese momento sólo se podría tratar de Nastassja Kinski con quien se le ligaba sentimentalmente desde antes de filmar “Tess”, con ella de protagonista, en 1979. Se sentó junto a mí y me preguntó: 

–¿Y cómo está América?

Recordé entonces que tiempo después de haber filmado “Chinatown” en 1974 en Estados Unidos, se le acusó de haber abusado sexualmente de una menor de trece años –algo que dicen fue más “preparado” que cierto–, pero como el juicio seguía en pie, no podía regresar a ese país.

–América (Estados Unidos), siempre parecerá mucho mejor de lo que es, le dije. Rió mucho de ese comentario y recordó –y desde luego nos lo hizo saber–, a todos los amigos que había dejado allá y que ya casi no lo visitaban pues tenía casi seis años de no hacer una película.

Nos contó muchísimas cosas. Sobre las excentricidades que ya en 1974 caracterizaban a Jack Nicholson; que Woody Allen no le simpatizaba pues era una persona muy extraña, no obstante tener una buena amistad con su mujer de ese entonces, Mia Farrow, a quien conoció y él personalmente seleccionó para el papel de “El Bebé de Rosemary” que realizó en 1968 y por lo que se creó la leyenda urbana de los asesinatos de Charles Manson en su casa de Los Ángeles.

Y sí, confieso que tuve la tentación, por un momento, de preguntarle sobre Sharon Tate y ese estúpido crimen. Afortunadamente me contuve, ganó la prudencia sobre el oficio.

Polanski no parecía un ser atormentado ni “raro” como nos lo querían vender los noticiarios de espectáculos de Estados Unidos. Era una persona muy simpática, con un gran sentido del humor y que siempre estaba pensando en hacer cosas realmente diferentes. Como la película “¿Qué?”, realizada por él en 1972 con Marcello Mastroianni y Sydne Rome y que tuve que ver tres veces para entender medianamente qué nos quiso decir.

Le confesé que si yo tuviera lo que podría llamarse fanatismo por un actor, este sería precisamente Mastroianni. Me dijo que no recomendaba esos asuntos, que la gente no debe tener ídolos porque luego empieza a perder su propia personalidad y esencia, pero que si ya había caído en esa tentación, mejor modelo no podría haber conseguido. Nos dijo que Mastroianni era una persona tan encantadora que nadie se le resistía: ni las mujeres ni los hombres que iban con ellas. Tenía ese “don” tan extraordinario que cualquier cosa que dijera siempre era tomada con respeto, pero sobre todo con encanto.

Pasamos más de tres horas platicando con él. Su cita era efectivamente Nastassja Kinski quien ya había llegado pero se detuvo a platicar más de una hora con un grupo de personas entre las que alcancé a distinguir a Grace Jones y Ralph Lauren. Fue hasta después –casi las cuatro de la mañana–, cuando él fue a alcanzarla uniéndose al grupo.

No tuvimos tiempo de platicar de todas sus películas: en las que fue actor, las que había escrito y las veinte que hasta ese entonces había dirigido. Tuvimos tiempo para conocerlo aunque fuera brevemente y para disfrutar de una increíble velada en uno de los mejores bares de París platicando con él.


Todavía ahora, cada vez que veo una de sus películas, recuerdo lo que me dijo: “Cada vez que vayas a ver una película, no pienses en quién la dirigió o quién la está actuando. Piensa en si esa película podría ser vista dentro de muchos años y despertar las mismas emociones y los mismos sentimientos que en ese momento está despertando en ti. Si es así, estás frente a un clásico”.

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