El próximo 17 de diciembre, se
cumplen 20 años de la firma oficial del Tratado de Libre Comercio para América
del Norte (TLCAN), que entraría en vigor el primero de enero de 1994 y que al
día de hoy –y no obstante la incredulidad de muchos y la necedad del
nacionalismo revolucionario más radical y su tenencia permanente de “otras
cifras”–, le ha arrojado mejores dividendos a México que a sus otros dos socios
comerciales.
El camino de este acuerdo fue muy
largo y no empezó con Carlos Salinas como muchos piensan.
Desde que Reagan anuncia su
candidatura presidencial en noviembre de 1979, ya propone un acuerdo
norteamericano que toma forma hasta que él ya es presidente, en enero de 1981,
cuando propone la conformación de un “mercado común norteamericano” y que
comienza su concreción hasta 1984, cuando el Primer Ministro canadiense, Brian
Mulroney se entrevista con Reagan y promete estrechar los lazos (comerciales)
con Estados Unidos.
Para octubre de ese año, el
Congreso de Estados Unidos adopta el Trade
and Tariff Act, una ley comercial que habilita al presidente a conceder
beneficios comerciales y establecer acuerdos bilaterales de libre comercio por
la libre, es decir, sin pedir permiso.
En 1985, Mulroney anuncia
que Canadá negocia un acuerdo de libre intercambio con Estados Unidos mientras
que Reagan le informa oficialmente al Congreso su intención de negociar un tratado
de libre comercio con Canadá vía Fast
Track, (autoridad de promoción comercial) que es un proceso legislativo
acelerado que obliga al Senado a pronunciarse durante un plazo no mayor a 90
días sobre la ley de un acuerdo comercial negociado por el Presidente.
Estas negociaciones
comienzan en 1986. En los años siguientes se concluye el Acuerdo de Libre
Comercio entre Canadá y Estados Unidos en Washington; se firma el Acuerdo y
finalmente entra en vigencia en enero de 1989.
Prácticamente al mismo
tiempo (1987), Estados Unidos firma un acuerdo económico con México y en 1990, George
Bush y Carlos Salinas respectivamente, informan que habrá negociaciones
bilaterales a fin de liberalizar el comercio entre México y su vecino. Un mes
después, Salinas le propone formalmente a Estados Unidos la negociación de un
Acuerdo de Libre Comercio. Las negociaciones por este tratado, a pedido de
Canadá, se vuelven trilaterales en 1991.
En abril de 1992 Canadá y
México firman un protocolo de acuerdo sobre proyectos de cooperación laboral.
En agosto de 1993, se firma
un acuerdo de inicio sobre el TLCAN. El 7 de octubre, el ministro canadiense
Michaël Wilson, la embajadora estadounidense Carla Hills y el secretario
mexicano Jaime Serra Puche realizan una segunda firma en San Antonio, Texas.
Sin embargo, es hasta el 17 de diciembre de ese año cuando se realiza la firma
oficial por los dos presidentes –México y Estados Unidos– y el Primer Ministro
de Canadá.
A mediados de los 90 y
debido a la crisis económica en México, los países del Tratado elaboran una
serie de acuerdos para ayudar financieramente a México con una colaboración en
el pago de garantía a los ingresos de las exportaciones de petróleo.
Sin embargo, hace 20 años como
ahora, las críticas del nacionalismo revolucionario mexicano iban en torno a
preservar un proteccionismo comercial que en nada beneficiaba al consumidor y
sí a aquellas empresas indispuestas a instalar en sus procesos de trabajo,
controles de calidad que las llevaran a ser competitivas en un marco global.
Quienes estaban en contra del acuerdo –además de manifestarse en las calles
casi como lo hacen ahora con la Reforma Energética–, generaron una expectativa
muy diferente a su propósito original: difundieron la idea de que el gobierno
había prometido que con este Tratado, la población mexicana igualaría su
calidad de vida con la de Canadá o Estados Unidos; nada más ridículo.
En realidad no había muchas
opciones. O México entraba al ámbito global de competencia o estaría condenado
a ser una ínsula donde el eslabón más importante –el consumidor de productos y
servicios–, estaría sujeto a la oferta y no al revés, como en todo el mundo.
Al día de hoy, el TLCAN ha
representado un enorme beneficio para México, ha generado un superávit
comercial constante sobre Estados Unidos y Canadá, al grado que al término de
2012 (con recesión norteamericana incluida), México obtuvo un superávit comercial sobre
Estados Unidos de 61,322 millones de dólares, el tercero más alto del
mundo después de China y Japón, y superior al de Canadá, que se ubicó en 31,803
millones de dólares.
Esto nos arroja varias conclusiones, una de
ellas sin embargo, es de resaltar: Estados Unidos no es el enemigo (pese a lo
que nos han hecho creer tanto ayer como hoy), el enemigo –comercialmente
hablando, por supuesto– es China, quien ha ido incrementando sus exportaciones
a Estados Unidos en mucho mayor número que México. Créanlo o no, así está la
competencia; palabra con la que no se quieren involucrar quienes quieren que el
Estado siga como el gran proveedor, extendiendo la mano sólo para recibir.
Pero como decía el novelista y
poeta inglés Aldous Huxley, en la mayoría de los casos la ignorancia es algo
superable.
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