Como evolución natural del
Humanismo, la izquierda –por definición–, debiera estar motu proprio siempre en revisión y buscando tener la más intensa
de las autocríticas. Ese simple precepto es el que determina su acción y su
importancia. Todo aquel que tenga el mínimo conocimiento de teorías sociales
reconoce la importancia del pensamiento humanista.
La izquierda de partidos en México
–y creo que podría extenderlo a gran parte de América Latina–, está siendo
víctima de su propia confusión, de no avanzar en los términos en los que el
mundo se mueve y pasa por un caos ideológico que, irónicamente, la ha vuelto
antidemocrática (los ejemplos de Cuba, Venezuela y recientemente la búsqueda
frustrada de reelección indefinida en Argentina pero con posible éxito en Nicaragua
lo demuestran).
No pocos fuimos los que
testificamos y celebramos in situ la
revolución por derrocar una dictadura en Nicaragua y azorados (y claro,
desilusionados), estamos viendo como algunos líderes de ese mismo movimiento
ahora buscan la perennidad que combatieron. Síndrome que se repite en seis de
nueve países latinoamericanos.
En México, hay una enorme confusión
provocada por quienes, desde la política, se han autoproclamado de izquierda y
que ha creado paradigmas completamente erróneos, me explico:
La formación cívica mexicana ha sido
propuesta no con una ideología de izquierda sino con un llamado “nacionalismo
revolucionario”, que podría eventualmente tener alguna conexión con una
percepción de izquierda pero que –definitivamente y yendo más al fondo de esa
idea–, alienta una cultura terriblemente conservadora y en muchos sentidos
hasta reaccionaria.
Sería contradictorio asociar cualquier
discurso nacionalista con una tradición de izquierda y, con respecto al
discurso revolucionario, que sí tiene una obvia afinidad, se encuentra varado
en formas de ver esta ideología que nada tienen que ver con el ritmo de los
tiempos aunque esto dé pauta para decir una obviedad: hay tantas izquierdas en
nuestro país que lo que podría juzgarse es cuál de ellas puede insertarse en un
mundo como el que estamos viviendo. Esa realidad no permite romanticismos
inviables ni nostalgias de lo absurdo.
La izquierda –por definición también–, debe
buscar la veracidad sobre toda realidad y no tratar de engañar prometiendo
paraísos que nunca fueron posibles y que se han ido cayendo llevando consigo
miseria, represión y haciendo evidentes los peores lastres sociales. Parte de
incentivar la justicia social que persigue esta ideología es precisamente
fomentar nuevas ideas para alcanzarla.
Sin embargo y en buena medida debido a tanta
infiltración de tránsfugas del sistema madre de la política mexicana, la
izquierda en nuestro país (en términos muy generales), está atrapada en una
cultura y una ideología que conjuga elementos del autoritarismo con argumentos
octogenarios que no acaba de resolver.
Por un lado, la izquierda (de ahí su falta
de revisión y autocrítica), se sigue viendo a sí misma como oposición cuando es
desde hace década y media también gobierno. Nunca la izquierda mexicana había
tenido tanta presencia en los poderes de la República como el día de hoy. La
izquierda (cuando menos la de partidos) está en las instituciones del Estado
pero se sigue diciendo a sí misma que el Estado es el Ejecutivo, y que mientras
no consiga la presidencia sigue creyendo que no tiene nada. Eso no sólo la
paraliza sino que termina por paralizar al país completo.
Su obsesión por identificarse con los más
añejos símbolos de la historia oficial raya en lo absurdo pues las decisiones
más importantes, aquellas que pueden definir el futuro de generaciones, las
siguen sustentando en decisiones que respondieron a contextos muy particulares
que ya nada tienen que ver con la época que nos está tocando vivir. Por eso es
que la izquierda de partidos resulta una fuerza política que se ancla para
oponerse al cambio creyendo que la negativa a todo lo que venga del gobierno es
una alternativa real de transformación.
En ese sentido, debe reivindicar una
práctica que nadie mejor que la izquierda puede reclamar como propia: el
ejercicio de la razón y de la deliberación. Desde la izquierda es necesario
recuperar también el sustento y la construcción de la democracia liberal y un
imprescindible anhelo de modernización. Algo con lo que sus liderazgos (todos)
parecen estar peleados.
Un acercamiento serio con la academia no le
vendría nada mal. La izquierda que por tradición ha tenido ideólogos hoy no
tiene intelectuales que le den sustento al debate sobre el rumbo que debe
tomar. López Obrador (por hablar de una personificación que acumula un número
importante de votos), vuelve explícita la desnudez cultural y la inmadurez
civil de esa izquierda que no deja de ser clientelar.
Esta izquierda debe aprender a vivir en el
presente y el presente necesita ser interpretado. Los intelectuales son (al
menos desde mi perspectiva) esa conciencia que obliga a reconocer dónde están
los problemas, a revisar los errores del pasado con verdadero sentido
autocrítico y a proponer opciones. Los intelectuales no ensalzan: cuestionan.
En México, López Obrador junto con toda la
izquierda partidista –sin reflexión de por medio y sin rubor–, hizo suyas las
ideas de un populismo conservador y comenzó a enarbolar las banderas del
nacionalismo priísta.