marzo 18, 2016

Oro Negro

Fue por ahí de 1994 cuando el economista (y activista ambiental) de Wharton, Jeremy Rifkin, dijo que si el petróleo representaba entonces un problema, esperaran 20 años para comprobar que se convertiría en una verdadera pesadilla y no sólo por una cuestión ambiental.

El petróleo para México ha sido bendición y castigo; solución de corto plazo y problema que estaremos heredando a nuestros hijos debido, fundamentalmente, al tipo de administración que se ha hecho de este recurso. El petróleo dejó de ser una fuente de enriquecimiento nacional para convertirse en escalón de poder (político y económico) de un corporativismo que ha visto muy pocos beneficiados.

Cuando Cárdenas planeó la nacionalización de la industria petrolera seguramente no tenía en mente los beneficios que le traería cooptar a los trabajadores petroleros para el modelo de partido político que él necesitaba (y pretendía). Pero no tardó mucho en darse cuenta. Lo hizo tan pronto Eduardo Soto Innes –el primer secretario general del muy nuevo (1935) Sindicato de Trabajadores Petroleros de la República Mexicana–, se apareciera por Palacio Nacional a ofrecer su apoyo incondicional.

Cárdenas no sólo le tomó la palabra, aceptó el apoyo y de inmediato lo condujo a claudicar a favor de un personaje muy cercano al presidente: Candelario Pérez Malibrán que fue quien condujo personalmente el “boteo” organizado por el presidente para que, después de la nacionalización, se tuvieran fondos suficientes para darle una indemnización a las compañías petroleras privadas.

Ávila Camacho, quien fuera Secretario de Defensa de Cárdenas y quien de la mano del Sindicato hiciera resguardar los pozos petroleros de un posible sabotaje (sobre todo porque la situación con Estados Unidos no estaba muy tersa por la nacionalización), hizo de uno de los líderes petroleros –Alejandrino Posadas Posadas–, ya durante su presidencia, el líder nacional.

Fue justamente Posadas quien, durante el sexenio de Miguel Alemán, sentó las bases del contrato colectivo de trabajo de Pemex. A él (y desde luego a Alemán) le debemos que los excesos encubiertos de conquistas laborales –hoy convertidos en pasivos laborales y en corrupción desbordante–, sean parte fundamental de la quiebra de la que fue la empresa más importante del país.

A diferencia del modelo petrolero noruego, capaz de explorar, extraer y entregar a sus clientes y consumidores domésticos el petróleo y el gas al menor costo y los mejores niveles de productividad y fiabilidad posibles, con las mejores tecnologías disponibles para ese propósito, desarrollando los proyectos e infraestructura petrolera dentro de un marco legal e institucional predecible, planeado, con un nivel estable de inversiones anuales –privadas y públicas–, reemplazando las reservas probadas tan pronto son extraídas, el modelo de Pemex ha preferido disfrazar la ineficiencia con un discurso nacionalista que poco le ha servido al país.

En lugar de ser capaz de equilibrar la competencia entre empresas por obtener concesiones petroleras y que el Estado pueda fiscalizar para extraer el máximo de renta económica posible del sector, pero cediendo a las empresas participantes los ingresos suficientes para seguir incentivando la inversión, como sucede en Noruega, en Pemex se privilegia a las empresas del propio sindicato para que ganen las licitaciones que sean necesarias para tenerlos contentos, aunque la empresa pierda en productividad y transparencia.

Hoy, son varios los partidos políticos que pretenden culpar a este gobierno por lo que pasa en Pemex. No sólo es incorrecto (aunque es corresponsable del asunto) sino desproporcionado: el problema de Pemex no es de este sexenio y el culpable no es un solo gobierno, lo han sido todos.

A partir de 1961 y hasta 1989, La Quina asume la dirigencia y se dedica a vender plazas y a hacer fortuna con el flujo de dinero hacia la cúpula sindical, luego, en 1989, asume la dirigencia uno de sus alumnos, Sebastián Guzmán Cabrera, que hará lo mismo que La Quina, pero con mayores recursos. En 1996, ya con Ernesto Zedillo, llega a la dirigencia del STPRM Carlos Romero Deschamps. Vendedor de tortas afuera de la refinería de Tula, chofer de algunos dirigentes y al final hombre de confianza de La Quina, Romero Deschamps es ahora un hombre con una gran fortuna personal y una pobreza moral irrefutable.

El sindicato de Pemex ha sido solapado por prácticamente todos los gobiernos y ha sido objeto del deseo de todas las mal llamadas izquierdas de este país (sus dos únicos candidatos en 28 años han ido a mendigar apoyo a cambio de, lo menos, seguir con lo mismo). El único culpable de lo que ha sucedido con Pemex –si a alguien hay que culpar–, es el sistema político mexicano.

El diablo puso el petróleo en México, dijo alguna vez el ex presidente Vicente Fox. Como (casi) siempre, se equivocó: el único diablo es el que todos traen dentro cuando de robar se trata.

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