agosto 01, 2020

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Por Manuel Moreno Rebolledo

Fue la tarde del domingo 24 de mayo, en el salón biblioteca de los expresidentes en Palacio Nacional. Uno de los sermones que le estaba tomando por costumbre grabar los fines de semana para inmediatamente difundirlo por sus benditas redes. Con una hojita en la mano que –por lo que decía–, mostraba indicadores de empleo y de recaudación fiscal que aún nadie se explica de dónde sacó. Ahí lo soltó:
“Tan bien que íbamos… y se nos presenta lo de la pandemia”.
El día anterior había hablado de lo bien que íbamos en el manejo de la pandemia y de cómo ya se había logrado “aplanar la curva” y que ya todo indicaba que venía el descenso de los contagios y de las muertes. De entonces ahora, tanto los contagios como los fallecimientos se han cuadruplicado.
Dos momentos y dos declaraciones que pintan de cuerpo entero la percepción que este gobierno tiene de sí mismo porque, ni íbamos bien –el crecimiento del último trimestre de 2019 fue de 0.1%, lo que logró que, acumulado, el crecimiento anual fuera del o%, es decir, nada–; ni en el caso de la pandemia la curva se aplanó y bueno, es cosa de ver cómo llegamos hasta donde llegamos.
Hay varias formas de analizar qué pasa con el presidente de México; por el que votaron 30 millones de personas y quien ganara, justamente, por una abrumadora mayoría: 
A este presidente hay que analizarlo por su capacidad de mentir (o, cuando menos, por su capacidad de crear realidades alternas); por su capacidad de inmiscuirse o no en asuntos en los que se espera recoja la opinión de su gabinete experto en la materia (sí, como hace 50 años tampoco lo hiciera Luis Echeverría con los resultados que todos conocemos) y sólo con base en eso, tomar una decisión; y por la capacidad que tiene de generar confianza y con ello darle credibilidad a sus políticas económicas.
En el primer caso, es cuestión de ver qué nos prometió; ya no en campaña, sino siendo presidente: primero crecimientos espectaculares del 6% al terminar el sexenio –de hecho, en algún momento se consideró estandarte de aquellos crecimientos que iban de la mano de Antonio Ortiz Mena–; después nos dijo que su pronóstico –ojo, no es economista ni persona calificada para hacer este tipo de cálculos, aún así se atrevió–, para 2019 era del 2.6% de crecimiento anual; y ya finalmente, por ahí del mismo mes de mayo cuando nos dijo que “íbamos bien…”, que mejor estaba trabajando en un nuevo modelo que nos iba a permitir medir el crecimiento pero también el bienestar y la felicidad.
En el segundo caso, al igual que Echeverría se lo hiciera a Hugo B. Margain (quien le llevaba una reforma fiscal para medio componer el desastre financiero al que las políticas echeverristas estaban llevando al país), la renuncia de Carlos Urzúa abrió la mayor crisis de los primeros siete meses de gobierno de López Obrador y sometió a la economía de México a una incertidumbre de la cual no se ha recuperado. El golpe fue brutal, no sólo porque supuso la salida del responsable económico del Gobierno, sino por la forma en la que, en su momento, se hizo. Urzúa –aquí sí, a diferencia de Margain– presentó su dimisión con una rotunda carta en la que acusó a la Administración de tomar decisiones de políticas económicas sin sustento, en clara referencia a miembros del gabinete que, no sólo no son expertos sino que, por motivos estrictamente ideológicos, están más cerca del pensamiento de que la iniciativa privada es prescindible (al menos aquella no cercana a ellos –las adjudicaciones directas y los contratos a amigos de ciertos miembros del gabinete así lo van demostrando–), y que todo lo puede hacer el mismo gobierno con un sinfín de empresas (como lo hizo Echeverría) y cuya confirmación la estamos viendo ahora que se creará la distribuidora de medicamentos del gobierno mexicano –un monopolio más, ¿por qué no?–.
Y eso nos lleva en forma directa al tercer caso: la credibilidad.
De entrada, parece tener un problema con la palabra “empresa”. Parece traer siempre en mente empresas conformadas por socios millonarios (con un diamante en la nariz como los que dibujaba Abel Quezada), y se le olvidan las tiendas de abarrotes, el taller mecánico, la estética, el restaurante, la papelería de la colonia, esas que conforman el 96.4% de etcéteras, y que con muchas dificultades pagan impuestos, con muchas dificultades contratan personal y con más dificultades aún lo dan de alta ante el IMSS. Esas que no han recibido más que el 0.7% del PIB de apoyo, mientras que nuestros socios comerciales, han recibido el 10.5% (Estados Unidos) y 3.7% (Canadá –más un paquete de aplazamiento de obligaciones fiscales–).
El mismo presidente es quien se ha encargado de dinamitar cualquier posibilidad de confianza en la inversión: por una parte, de acuerdo con el reporte de Banxico, hubo un incremento de apenas 1.7% de las IED en el primer trimestre de 2020 (por supuesto que habrá que esperar el reporte del segundo trimestre) pero, por otro lado, nos reporta una emigración de capital de marzo a junio por 350 mil millones de pesos.
No hace falta ser un genio para darse cuenta por qué, al terminar 2020, habrá 10 millones más de pobres en México, que el decrecimiento será superior al 12% y que tomará (de acuerdo con analistas, estos sí, expertos), hasta diez años recuperarnos.
Decía Moliere: “Las personas no están jamás tan cerca de la estupidez como cuando se creen sabias”. Así le pasó a Echeverría.
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