Por Manuel Moreno Rebolledo
El artículo 19 de la declaración de los Derechos Humanos aprobado por la Organización de Naciones Unidas la cual, por cierto, cumplió esta semana 75 años, contempla que todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión y que este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión.
Esta libertad, es un elemento imprescindible de toda democracia para que pueda existir el debate y el libre intercambio de ideas.
No tuvo ni 48 horas de ver la luz el desplegado que 650 académicos, intelectuales, periodistas, científicos y políticos destinaron a la opinión pública acusando a la autoridad de este país de excesos que hacen peligrar la libertad de expresión en México cuando, desde la misma autoridad –esta vez a través del brazo ejecutor del director del Instituto de Formación y Capacitación Política de Morena (el caricaturista de La Jornada Rafael Barajas, mejor conocido como El Fisgón)–, se publicó un desmentido a los “privatizadores de la palabra”, diciendo, en resumen, que la sola difusión de dicho desplegado desmentía que hubiera censura y que, de lo que se trataba, era de la revisión general de los “vínculos corruptos e inmorales entre el poder público y empresas privadas que fueron distintivo del régimen anterior”.
Rafael Barajas no es nuevo en esto. Yo tampoco.
Ambos sabemos que en todas las épocas ha habido excesos en contra de la libertad de expresión. Ambos sabemos que a algunos medios se les beneficiaba más que a otros (la mayoría de las veces, justificado por el número de televidentes/lectores que dichos medios llegaban a tener). Ambos sabemos que, a un par de años de que acabara el sexenio de Peña Nieto –tan golpeado por La Jornada–, este medio estaba a punto de la bancarrota. Ambos sabemos que el gobierno les dio dinero para que, al final, ello no sucediera. Ambos sabemos que el día de hoy, La Jornada es el medio (no electrónico) que más dinero recibe del gobierno por publicidad gubernamental, sin que su impacto en número de lectores haya aumentado en lo más mínimo. Hasta aquí la ubicación a quien sólo sabe responder al ojo del amo.
Edmund Burke (creador del término ‘Cuarto Poder’ para referirse a la prensa), decía que esta era ya un poder independiente a los otros tres (Ejecutivo, Legislativo y Judicial), porque no se limitaba a reflejar la opinión pública en la que toda democracia debe estar fundamentada, sino que, al valorar por sí misma (y acomodar en ese orden de valoración en los diarios) cuál es la información más importante que el público debe leer y además opinar sobre esta información, estaba influyendo en forma determinante en el pensamiento y decisión de la población lectora.
Eso lo hacen La Jornada, Reforma, El Universal y el medio que Usted me diga, favorables o no a la administración en turno –como me decía un antiguo jefe, “el rating los juzgará”–. Ahora ya también lo hacen aquellos que, teniendo un gran cúmulo de seguidores en sus redes sociales, opinan y comentan sobre cualquier tema (algunos llevando una agenda de temas personalísima, otros –no obstante–, llevando la agenda de otro). En cualquier caso, ninguno merece ser limitado ni en el contenido ni en el tono de sus mensajes. La única figura que debe limitarse –por principios éticos, ni siquiera por cuestiones de limitación ciudadana–, es la autoridad. De ella se espera un tono conciliador pero, sobre todo, un repertorio de mensajes donde lo que se asevere sea demostrable con evidencias y no porque sea esta la que pomposamente se autoproclame como la gran autoridad moral del país.
La libertad de expresión, para que se entienda, sólo puede ser medida como un gradiente, que va desde la represión y muerte –por parte del Estado– de quien busca expresar libremente su opinión, hasta el hecho de ser insultado o descalificado por la autoridad. Cualquier acto que entre dentro de ese gradiente NO ES LIBERTAD DE EXPRESIÓN, es –como lo escribiera sobre la democracia uno de los 650 firmantes–, una libertad con adjetivos. No otra cosa.
Hasta ahora, la autoridad (López Obrador) no ha hecho otra cosa más que repetir los viejos vicios pero con formas diferentes, –’ahora es una nueva forma de tratarlos’, dice la misma autoridad–, que por nueva no oculta el mismo fondo del asunto: limitar por medio de la descalificación y de la acusación sin pruebas.
En el caso de la prensa, esta debe existir para confrontar a la autoridad, exhibirla y buscar la transparencia. Lo contrario implicaría un periodismo cómplice en la opacidad o un activismo en favor de un personaje (lo que de ninguna manera es periodismo). Como dice Ryszard Kapuscinski: “El trabajo de los periodistas no consiste en pisar las cucarachas, sino en prender la luz, para que la gente vea cómo las cucarachas corren a ocultarse”.
Nos leemos la semana entrante y los invito a seguirme en Twitter: @ManuelMR.