“Los pobres tenemos la riqueza del corazón”
La Hija de la Otra, Vicente Orona,
1951
El año pasado antes de las elecciones, en una de las
tantas mesas de análisis electoral que las televisoras nos prodigaron (digamos
–por ser bondadosos con ellos–, que lo han hecho como una tarea de cumplimiento
informativo), uno de los múltiples voceros de los que echó mano la campaña de
Andrés Manuel López Obrador, le dijo a su increpante: “Es que Andrés Manuel
habla como el pueblo”, dándole contexto a la crítica de que el candidato del
PRI, José Antonio Meade, sólo se sabía expresar técnicamente, por lo cual no
conectaba con la mayoría de los votantes.
“¿Cómo habla el pueblo?” le preguntaron en seguida
un par de veces, y no quiso (o sospecho que no supo) responder.
Nuestro cine, desde la época de oro hasta nuestros
días, ha tratado la pobreza como el receptáculo de todas las calamidades; si
eso se apega a la vida real es otra historia, pero la percepción de que los
pobres siempre son víctimas de algo, ha penetrado fuerte y ha sabido perdurar
porque no ha habido otro tándem comunicación/cultura que cambie esa percepción.
La tradición del sufrimiento fomentada por el cine
(y luego por las telenovelas), nos han mostrado –casi pedagógicamente– que al
pobre siempre le pasa lo peor: les roban, mueren seres queridos o pierden lo
poco que tienen por accidentes desafortunados, la autoridad abusa de ellos, son
los olvidados, los últimos en el reparto de cualquier cosa. Aún así cantan y
ríen. Es el pueblo bueno. “Viva mi desgracia” escribiría en una conocida
canción Francisco Cárdenas.
Por otro lado, a los ricos nos los han mostrado como
malvados, mezquinos, aquellos que no se cansan de explotar al pobre, que
humillan, sobajan y que, además, siempre están por encima de la ley o, en
muchos casos son además de ricos, la propia ley. El binomio Empresarios-Autoridad
se muestra siempre como la gran conspiración en contra del pueblo. Aún así, nos
han vendido la idea de que el rico también llora y que, sólo una vez que se
acerca al pobre y entiende sus problemas, es redimido.
El lenguaje que ha utilizado López Obrador a lo
largo de sus participaciones en La
Mañanera, está muy apegado a este guion. Si analizamos muy someramente su
discurso desde el punto de vista semiótico, las metáforas, prosopopeyas, el
lenguaje gesticular y la interrogación retórica las ha utilizado para darle un
mayor significado a un planteamiento que pareciera simplista pero no lo es: Los
ricos abusan de los pobres. Luego entonces, los empresarios y el pueblo bueno
son incompatibles, los empresarios son el enemigo, “la Patria es primero” y el
empresario que quiera ser perdonado tiene que redimirse conmigo –nos dice AMLO
no diciéndolo–.
Ese lenguaje, que ha sido plasmado –insisto–, en la
tragicomedia mexicana multimedia a la que históricamente hemos sido sometidos
el promedio de los mexicanos porque nos es coloquial nos es íntimo y nos es
familiar, ha permeado en todos los niveles: es un discurso tan poderoso (porque
culturalmente tiene sustento en la percepción de la mayoría), que ricos y
pobres, profesionistas y desempleados, jóvenes estudiantes y gente mayor
pensionada, lo han tomado como suyo y, en una contradicción enorme –pues no
deja de ser una construcción emotiva del discurso–, le han dado la razón (de ahí
que no obstante los enormes yerros de este año y las mentiras que dice cada día
en el púlpito matutino, su nivel de aprobación siga tan alto). Mucha gente le
cree porque no tiene en quién más creer; nadie le está dando a la masa una prédica
diaria además de él.
Esto nos lleva a otro asunto. Mientras esto ocurre con
López Obrador, la oposición parece no haberse dado cuenta de que el tiempo se les
acabó hace dos años y que pudieran tener una ligera oportunidad en 2021.
Parecen no haber podido conectar emotivamente con la gente. No se ha medido aún,
pero de haber un sondeo sobre cómo percibimos a la oposición al día de hoy, seguro
saldría muy lastimada. Hasta ahora –y si tomamos a las encuestas como
escenarios al día–, las tendencias indican que la toma de una narrativa que esa
masa toma como propia, es lo que va predominando.
Los discursos de la oposición siguen siendo más
racionales que emotivos y eso, en un proceso de recomposición y curación de
heridas, es el preludio a un nuevo fracaso. Si a esto le sumamos la andanada de
dinero que recibirán las clientelas políticas de Morena (y la de los partidos
nuevos que se sumen para mantener registro en la siguiente elección intermedia),
el daño a ellos, no sólo al país, será enorme.
A estas alturas, ya cumplido el primer año, el
tiempo comienza a no medirse en días sino en acciones, en comunicaciones y en
presencia eficiente. Cualquier desperdicio puede significar la diferencia entre
recomponerse o perder y tener una nueva oportunidad en el largo plazo. Aún hay
muchas formas creativas de revertir tendencias, pero es importante que los
equipos de comunicación involucrados con la oposición de este país no cometan
más errores.
Pitágoras, cuando era preguntado sobre qué era el
tiempo, respondía que era el alma de este mundo. Falta año y medio para refrendarle
un poder absoluto a López Obrador… o no.
Tic, tac… Tic, tac.
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