Fue una semana de muchos recuerdos. Había llovido toda la semana y quedarse en la casa haciendo todo tipo de actividades –desde reacomodar memorias hasta cortarlas como tiras de papel–, había sido la mejor opción.
Muchos sentimientos regresaron de manera recurrente. Los recuerdos son una forma de perpetuarnos. Cada quien tiene sus memorias, hasta aquellos que la tienen líquida y no tienen diques con qué contenerla.
Uno de esos recuerdos, sin duda de los más gratos, fue mi primera asignación como reportero en septiembre de 1977.
Para entender la forma en que se trabajaban las noticias por radio en ese entonces, es necesario dar algunos datos que ayuden a comprender el contexto. Para empezar, si uno quería trabajar en la radio, tenía que hacer dos cosas: la primera de ellas era hacer un examen obligatorio para sacar una licencia de locutor. El examen, al menos en los últimos meses de 1976, cuando yo lo hice, constaba de tres pruebas: Cultura general; un conocimiento adecuado de la Ley Federal de Radio y Televisión; y un tercer examen de improvisación.
Recuerdo que el mío lo pasé sin problema alguno –de verdad, sin falsa modestia–, y hasta con una constancia que todavía guardo (motivo de este recuerdo), y que hace mención justamente de esos tres pasos obligados que me llevaron a donde quería llegar.
Recuerdo también que junto a mí, estaba una locutora que ya salía en televisión (Patty Chapoy) y que una y otra vez había tratado de presentar su examen sin éxito. Al ver que seguía trabajando para Canal 2, no me cupo la duda de que todo, absolutamente todo en este país, se consigue con dinero o influencias. El chiste es llegar al precio.
Las pruebas para ser locutor se hacían en la vieja Dirección General de Educación Audiovisual (allá por los rumbos de Tabiqueros y Circunvalación, en la ciudad de México), que era una dependencia de la Secretaría de Educación Pública.
La segunda cosa que uno tenía que hacer, era –estuviera de acuerdo o no–, afiliarse a un sindicato oficial (el de la Industria de la Radio y Televisión, que formaba –y forma– parte de la que fuera la central obrera más grande del país) y apoquinar con cuotas que hacían cada vez más rico al líder del sindicato –en ese entonces Rafael el “Negro” Camacho–.
En ese entonces, recuerdo, el “Negro” Camacho andaba afanosamente buscando la venia de Fidel Velázquez –entonces líder supremo y vitalicio de la que fue única central obrera nacional–, para que a su vez convenciera al prácticamente recién llegado José López Portillo, de que le diera la gubernatura de Querétaro. Era común que las centrales que formaban ese corporartivismo que hizo famoso al gobierno mexicano en todo el mundo (la obrera, la campesina y la popular), tuvieran cuotas de poder político, ya sea coml diputados, senadores, gobernadores y hasta miembros muy activos del gabinete en turno.
En fin, que ese era el camino para afiliarse al Sindicato de Trabajadores de la Industria de Radio y Televisón (STIRT); ahora que, si iba uno para la televisora más importante o cualquiera de sus filiales, el sindicato al cual dirigirse era otro. Todos lo tenían muy claro, menos yo que de entrada me gané el mote de esquirol por negarme a ser parte de cualquier tipo de agrupación obrera.
Pues bien, cuando tuve todos mis requisitos reunidos, me enrolé a trabajar en una empresa que dirigía un verdadero tiburón en eso de la información a través de medios electrónicos. La empresa se llamaba Radio Visión Activa y el tiburón (a quien puedo considerar mi mentor y que después se hizo un gran amigo) se llamaba Adrián Ojeda, uno de los fundadores del Canal 13 (la otra televisora, el Canal 8 de Televisión Independiente de México ya había sido absorbido por Televisa), y un hombre con más experiencia periodística que colmillo empresarial.
El trabajo de esta empresa, pues, era producir noticiarios de radio y vendérselos a diferentes cadenas radiofónicas y sus repetidoras o filiales en el interior del país. El nicho de mercado en ese entonces era muy bueno porque todas las estaciones de radio que había –que no eran otra cosa que sinfonolas prendidas, con música casi todo el tiempo–, no querían invertir en equipos informativos propios por dos razones: la primera, el costo de un equipo básico de reporteros, redactores y locutores especiales que se hicieran cargo de esa tarea; la segunda –y probablemente la más importante–, que nadie, ni el gobierno, quería invertir publicidad en noticiarios de radio (por más suaves y a modo –es decir, sin comentarios editoriales que criticaran con la mínima palabra a cualquier funcionario público de alto nivel–), porque según el propio gobierno, no había audiencia para estos noticiarios.
Decía el gobierno que la gente escuchaba la radio para oír música, “los chismes eran para el periódico”. Afortunadamente llegó a la secretaría de Gobernación Jesús Reyes Heroles, quien cambió, además del sistema de partidos políticos nacionales, la anatomía de la programación radiofónica. A él se debe que la publicidad gubernamental comenzara a fluir con mayor regularidad en la radio mexicana y en algunas televisoras, como Canal 13, que no tenían una gran facturación del sector privado.
A Adrián Ojeda se le ocurrió entre otras cosas –y que han hecho que los noticiarios de radio sean lo que hoy son–, manejar las noticias en un formato de intercortes de hora, es decir, cinco minutos antes de la hora para no afectar la programación en general para que la audiencia se fuera poco a poco acostumbrando a este tipo de servicios sólo que, a diferencia de lo que algunas otras estaciones hacían (Radio Centro y Radio Mil, por ejemplo), de comprar sus telex para contratar la información a través de agencias informativas, como Informex, AP, UPI y Reuters (Notimex desde entonces no era confiable) entre otras.
El servicio que Ojeda ofrecía incluía enlaces con reporteros –incluso “en vivo”–, si así se presentara la oportunidad y la necesidad, y el locutor en cabina podía dedicar más tiempo a comentar las notas provistas por los reporteros; eso hacía que los noticiarios fueran más ágiles y que las noticias no las diera siempre una sola voz, la del locutor en turno dentro de la cabina.
Los únicos que en esa época sostenían una emisión especial diaria de una hora (o más), dedicada a dar información en formato noticioso eran Teodoro Rentería, de Grupo Radio Mil; José Gutiérrez Vivó, de Radio Red; y Adrián Ojeda quien empezó transmitiendo en Radio Chapultepec y el mismo año ya empezaría transmisiones en las ocho estaciones de Radio Fórmula en la ciudad de México, además de unas treinta estaciones más en provincia.
Otra de las cosas que se le ocurrieron a Ojeda fue ponerme a volar en un helicóptero propiedad de la Dirección General de Policía y Tránsito de la ciudad, dirigida entonces por Arturo Durazo, para dar el estado del tránsito vehicular. De hecho, fui el primer reportero en México que hizo este servicio hasta que, por seguridad, dejé de hacerlo cuando me mandaron decir que si no me portaba bien, “el mosquito” –así le decían al helicóptero–, se podría caer en cualquier momento.
Cuando comencé a trabajar con Adrián Ojeda, llevaba estudiando casi tres semestres de la carrera de comunicación, profesión que nunca he abandonado y de la que sigo aprendiendo cada día.
Y comencé mi trabajo como lector de noticias, como locutor, dando pie como ya he explicado, a los reporteros que eran los que estaban en la calle y alimentaban de información –de viva voz–, cada emisión de cinco minutos, cada hora, cada día.
Así pasaron un par de meses hasta que algo inusitado y muy interesante para la radio mexicana sucedió: la XEX de Televisa se convertiría en la primera radiodifusora en México dedicada a dar solamente noticias en el 730 del cuadrante de AM, poniendo al frente a un hombre que había sido parte fundamental de las voces noticiosas de la radio y la televisión en nuestro país; desde Telesistema Mexicano hasta lo que ahora es Televisa: Roberto Armendáriz Páez.
Al estructurar Don Roberto (a quien aunque fuera un buen amigo no nos permitíamos tutear los chamacos de ese entonces) la XEX como la primera estación de noticias del país, alimentada con una estructura conjunta de reporteros y redactores tanto propia como de Noticieros Televisa, se inicia el reclutamiento de gente de otros grupos de noticias.
Y es ahí cuando se abre una gran oportunidad para mí, pues mi amigo Ramiro Ochoa se va a trabajar con él a la X y a mí me dan una doble y gran oportunidad: conducir el recién inaugurado noticiario matutino de una hora que emitíamos para la 540 de AM, entonces Radio Chapultepec y, además, trabajar como reportero las fuentes que dejaba de cubrir Ramiro.
Muy poco tiempo después de esto, como ya dije, RAVISA lograba un contrato con Grupo Radio Fórmula y mi noticiario de una hora pasa a cuatro –de 6 a 10 de la mañana–, siendo el más largo y con la mayor audiencia esperada para un noticiario, inaugurando Adrián Ojeda con esto, los formatos de noticiarios matutinos largos que son casi obligados el día de hoy en la radio mexicana, pero eso ya es otra historia.
El caso es que, no sé si para probarme o para jugarme una buena broma, la primera asignación que me da Adrián Ojeda como reportero fue seguir a una elefanta.
–A ver, manda a Manuel para ver cómo lo hace. Escuché que le dijo a Elizabeth Bretón, quien era una de las redactoras con más tiempo dentro de RAVISA (y supongo que a quien más confianza le tenía Adrián Ojeda).
La noticia era que una elefanta, de nombre Kenia, se había escapado de uno de los lugares que tenía el circo Atayde en la Ciudad de México, éste en particular allá por Buenavista, junto al edificio del PRI e iba a toda carrera y sin que alguien la pudiera detener por todo Insurgentes Norte, rumbo a la Villa de Guadalupe; para esto, ya eran las ocho de la noche y nadie de Polícía y Tránsito estaba en condiciones de dar información al respecto.
Cuando llegué a la esquina de Insurgentes y Manuel González (a un costado de Tlatelolco, a eso de las nueve de la noche), varias patrullas le habían cerrado el paso a la elefanta sin éxito. Las luces de las patrullas la habían puesto más nerviosa y, por supuesto, el personal de Policía y Tránsito tenía órdenes de no disparar contra Kenia –aunque contra estudiantes sí, pensé en ese momento y dada la cercanía con la Plaza de las Tres Culturas.
Así había ocurrido varias calles antes: la habían rodeado con patrullas para arrinconarla y la elefanta, ni tarda ni perezosa, al haber intentado brincar los vehículos de la policía, había más que abollado un par de ellos. En realidad parecía que los había dejado como si se hubieran volteado.
Para esto, el personal de veterinarios del circo no se encontraba porque era uno de esos días de asueto en que no sólo no habría función, sino que estaban ilocalizables por su propio personal. Igual pasaba con la gente del zoológico de Chapultepec, a quien se pudo acudir sin problema para buscar controlar la situación. Pero eran ya las nueve y media de la noche y en el zoológico sólo había guardias de seguridad que no contaban con los teléfonos donde localizar a los veterinarios de guardia.
Es decir, el panorama estaba así: una elefanta suelta en el norte de la ciudad y sólo la policía capitalina a cargo para controlarla.
–¡Estamos jodidos! Pensé.
Ya para las doce de la noche, con un frío que iba en aumento y con la consigna de que ya habían localizado al jefe de veterinarios del circo y que lo habían puesto en un avión para tenerlo disponible en un par de horas, lo que más quería era irme a mi cama porque me tenía que levantar muy temprano al día siguiente para hacer mi noticiario. Ya por la mañana llamaría para pedir el boletín de Policía y Tránsito y haría la nota correspondiente, pero me di cuenta de que seguramente no habría boletín pues no había nadie de la oficina de prensa a cargo entonces de Víctor Payán (”pillán”, le decía el gremio), además era mi primer nota, la primer encomienda que me habían hecho ya como reportero.
–¡Ni hablar! A darle hasta que esto acabe.
Kenia se fue por todo Insurgentes y dobló en Montevideo rumbo a la Villa. Antes de llegar a donde dicen que las conciencias se limpian, en helicóptero, llegó un veterinario –que después me enteré que no era del Atayde, sino uno traído especialmente de Tlaxcala–, quien finalmente pudo dormir a la elefanta para, después, llevarla en grúa de regreso a su circo (de lo cual me cercioré, como debe de ser).
Para esto ya eran casi las cuatro de la madrugada y dado que aunque yo no fuera reportero era quien conducía uno de los noticiarios más importantes, unos patrulleros se ofrecieron a llevarme hasta mi casa (en Narvarte, pues todavía vivía en casa de mis padres), y de esa opción a esperar un taxi por rumbos de la Villa y luego ver cuánto me iba a cobrar, preferí que los patrulleros me llevaran directo a mi casa, sin escalas y lo más rápido posible.
Llegué a mi casa a las cuatro y cuarto, más o menos.
Entré en la sala de mi casa y ya estaba mi madre esperándome: –¡Mira nada más cómo vienes! ¿Te trajo una patrulla verdad? ¿Qué hiciste? Por un momento pensé –honestamente lo digo–, que no era para mí el regaño, sino para mi hermano. Hasta volteé a ver si no era él que llegaba al mismo tiempo.
Cansado y de la manera más rápida posible le platiqué a mi mamá lo que había pasado.
–¡Lo que eres capaz de inventar con tal de irte de pedo con Ramiro! Duerme aunque sea un rato porque te levanto en una hora ¡Cabrón! Fue lo único que alcanzó a decir indignada, visiblemente encabronada y subiéndose a dormir.
Días después le enseñé un periódico La Prensa que en menos de un octavo de plana y perdido en las páginas interiores que nadie ve, daba esta cabeza: “Todo bien con Kenia, dará función el domingo”. De ahí, se desprendía la nota sin mucho detalle.
Lo volteó a ver, luego me vio y me dijo: –¡Apúrate, que vas a llegar tarde!
La descubrí riendo mientras me iba.