Publicado originalmente en la versión digital de la Revista BTL en Septiembre de 2008
Fue después de las tres de la mañana
que Cecilia pudo regresar a su casa. Regresó tal y como había permanecido
durante las últimas cuatro horas: como inconsciente, con movimientos más
mecánicos que obedientes a la razón; regresaba buscando conciliar el sueño para
salir de la pesadilla.
Desde antes
de que empezara la arenga del gobernador y ya instalada frente al Palacio de
Gobierno, ella ya había gritado el Viva México varias veces con más ganas que
esperanza. Después de todo, su país, su patria, no tenía por qué ser la
responsable de que su marido, Antonio, hubiera tenido que dejar sin concluir
sus estudios en la Universidad Nicolaíta para irse a trabajar “al otro lado”
con Agustín, su hermano. Sabía que el trabajo es una bendición pero que todos
los gobiernos en ese aspecto –sólo en ese aspecto– son y, han sido, laicos.
¿Quién les
había mandado a estudiar Historia en un país que la olvida fácilmente? ¿Cuántas
advertencias no tuvieron? Ya algunos de sus maestros les habían dicho que,
desde los tiempos de Frederick Taylor –el verdadero padre de las áreas de
Recursos Humanos–, los humanistas no cotizan en las bolsas de trabajo.
Pero ya entre
la gente, en el día en que la fiesta es recordar a quienes nos dieron patria,
no valía la pena recordar a quienes, desde cualquier gobierno, nos la están
jodiendo y, ya entonada, iba y venía con la multitud como una oleada que mecía
la plaza como bandera en día de verbena.
Todo pasó
rápidamente: de la exaltación con la salida del gobernador al balcón del
palacio al estruendo de la explosión que nunca se logró confundir con la
pirotecnia y que parecía esperar al último tañido de la campana para detonar;
después el desconcierto y, por último, el terror. No oyó, o parecía no oír los
gritos alrededor suyo. Caminó como dormida muchos pasos atrás, hacia el punto
de donde la gente corría. Se dedicó, como pudo, a ayudar. Ayudó a cargar
heridos, a buscar gente que no encontraba a sus compañías, a tranquilizar en el
contrasentido de que ni ella misma se calmaba. Minutos después, los soldados
acordonaban la zona.
Quería pensar
pero no podía, sólo hilaba interrogantes. Su visión sólo enfocaba el centro de
su mirada, lo demás era bruma. Sangre y dolor, llanto y miedo. No podía ver más
allá de eso. ¿Qué había pasado? No había lanzadores de fuegos artificiales
dentro del perímetro destinado a la gente. ¿Qué pudo haber traído alguien que
pudiera haber explotado? ¡Qué accidente! ¿Fue un accidente?
Fue hasta
después que supo, porque la gente lo repetía más como plegaria que con el ánimo
de decirlo, que habían aventado un “algo” que había explotado cegando vidas y
mutilando gente que, como ella, sólo había ido a celebrar porque, también como
ella, esa gente no tenía más que esa oportunidad en el año de reencontrarse con
México. Supo también, inmediatamente, que Los
Demonios dostoievskianos habían, finalmente, llegado a nuestro país tras
una infame estela de sofisticación de método y muerte, infundiendo terror por
todo el mundo.
Se fue caminando
hasta su casa. Tenía un largo trecho por caminar hasta la colonia Tierra y
Libertad donde vivía. Paradójico nombre: en su colonia las calles son de tierra
y polvo y su libertad, la de transitar, la de vivir tranquila, en ese momento
había dejado de existir. Pensó que nunca le diría a Antonio que regresara del
otro lado, que mejor hiciera lo posible por mandar por ella, total, allá donde
él vivía no llegaba la furia del Islam y que era más fácil sortear a un enemigo
visible –la Border Patrol–, que a la Hidra de mil cabezas que ahora amenazaba a
todos con la complicidad, al menos eso le habían dicho, de algunos que se
supone debían exterminarla. Aquí nadie la echaría de menos, ni los políticos a
quienes desde hace mucho tiempo negaba su voto; ni los dueños de empresas a
quienes les haría el favor de no perder el tiempo con alguien que sólo sabía
cosas improductivas; ni los medios para los cuales su vida sólo representaba
una cienmilésima de raiting.
Lo que nunca
supo fue cómo llegó a su casa. Sus piernas respondían por inercia más que por
su voluntad y sus pensamientos la alejaban cada vez más de esa tierra que
alguna vez consideró suya, regresándola hasta Antonio como el único lugar
seguro que sí le pertenecía. Prendió la luz al llegar. Sin quitarse la ropa se
tiró en la cama y se dispuso a seguir soñando con el marido que se fue, en irse
por culpa del otro terror: el de quedarse en la tierra que ahora es de nadie.