febrero 25, 2018

El Eterno Retorno

Publicado originalmente en la versión digital de la Revista BTL en Septiembre de 2008

Fue después de las tres de la mañana que Cecilia pudo regresar a su casa. Regresó tal y como había permanecido durante las últimas cuatro horas: como inconsciente, con movimientos más mecánicos que obedientes a la razón; regresaba buscando conciliar el sueño para salir de la pesadilla.

Desde antes de que empezara la arenga del gobernador y ya instalada frente al Palacio de Gobierno, ella ya había gritado el Viva México varias veces con más ganas que esperanza. Después de todo, su país, su patria, no tenía por qué ser la responsable de que su marido, Antonio, hubiera tenido que dejar sin concluir sus estudios en la Universidad Nicolaíta para irse a trabajar “al otro lado” con Agustín, su hermano. Sabía que el trabajo es una bendición pero que todos los gobiernos en ese aspecto –sólo en ese aspecto– son y, han sido, laicos.

¿Quién les había mandado a estudiar Historia en un país que la olvida fácilmente? ¿Cuántas advertencias no tuvieron? Ya algunos de sus maestros les habían dicho que, desde los tiempos de Frederick Taylor –el verdadero padre de las áreas de Recursos Humanos–, los humanistas no cotizan en las bolsas de trabajo.

Pero ya entre la gente, en el día en que la fiesta es recordar a quienes nos dieron patria, no valía la pena recordar a quienes, desde cualquier gobierno, nos la están jodiendo y, ya entonada, iba y venía con la multitud como una oleada que mecía la plaza como bandera en día de verbena.

Todo pasó rápidamente: de la exaltación con la salida del gobernador al balcón del palacio al estruendo de la explosión que nunca se logró confundir con la pirotecnia y que parecía esperar al último tañido de la campana para detonar; después el desconcierto y, por último, el terror. No oyó, o parecía no oír los gritos alrededor suyo. Caminó como dormida muchos pasos atrás, hacia el punto de donde la gente corría. Se dedicó, como pudo, a ayudar. Ayudó a cargar heridos, a buscar gente que no encontraba a sus compañías, a tranquilizar en el contrasentido de que ni ella misma se calmaba. Minutos después, los soldados acordonaban la zona.

Quería pensar pero no podía, sólo hilaba interrogantes. Su visión sólo enfocaba el centro de su mirada, lo demás era bruma. Sangre y dolor, llanto y miedo. No podía ver más allá de eso. ¿Qué había pasado? No había lanzadores de fuegos artificiales dentro del perímetro destinado a la gente. ¿Qué pudo haber traído alguien que pudiera haber explotado? ¡Qué accidente! ¿Fue un accidente?

Fue hasta después que supo, porque la gente lo repetía más como plegaria que con el ánimo de decirlo, que habían aventado un “algo” que había explotado cegando vidas y mutilando gente que, como ella, sólo había ido a celebrar porque, también como ella, esa gente no tenía más que esa oportunidad en el año de reencontrarse con México. Supo también, inmediatamente, que Los Demonios dostoievskianos habían, finalmente, llegado a nuestro país tras una infame estela de sofisticación de método y muerte, infundiendo terror por todo el mundo.

Se fue caminando hasta su casa. Tenía un largo trecho por caminar hasta la colonia Tierra y Libertad donde vivía. Paradójico nombre: en su colonia las calles son de tierra y polvo y su libertad, la de transitar, la de vivir tranquila, en ese momento había dejado de existir. Pensó que nunca le diría a Antonio que regresara del otro lado, que mejor hiciera lo posible por mandar por ella, total, allá donde él vivía no llegaba la furia del Islam y que era más fácil sortear a un enemigo visible –la Border Patrol–, que a la Hidra de mil cabezas que ahora amenazaba a todos con la complicidad, al menos eso le habían dicho, de algunos que se supone debían exterminarla. Aquí nadie la echaría de menos, ni los políticos a quienes desde hace mucho tiempo negaba su voto; ni los dueños de empresas a quienes les haría el favor de no perder el tiempo con alguien que sólo sabía cosas improductivas; ni los medios para los cuales su vida sólo representaba una cienmilésima de raiting.


Lo que nunca supo fue cómo llegó a su casa. Sus piernas respondían por inercia más que por su voluntad y sus pensamientos la alejaban cada vez más de esa tierra que alguna vez consideró suya, regresándola hasta Antonio como el único lugar seguro que sí le pertenecía. Prendió la luz al llegar. Sin quitarse la ropa se tiró en la cama y se dispuso a seguir soñando con el marido que se fue, en irse por culpa del otro terror: el de quedarse en la tierra que ahora es de nadie.

La Revolución

  por Manuel Moreno Rebolledo Con 110 años de edad, la Revolución Mexicana –impulsada por la pequeña burguesía de la época y con un ideario...