febrero 20, 2014

Debido Proceso

Por muchos años nos han hecho creer que el sistema judicial de Estados Unidos es no sólo infalible sino justo. Debido quizás a un ejercicio de argumentación falaz "Ad Populum” tendemos a creer que es cierto porque así lo cree la mayoría.
Mal debe andar un sistema de justicia cuando la base de sus top rated shows –más horas y horas de programación–, se dedican a mostrar las bondades de dicho sistema. Usando el mismo criterio, estaríamos ante un clásico “dime de qué presumes y te diré de qué careces”.
Pero como decía Publio Sirio en una de sus máximas morales “el juez es condenado cuando el culpable es absuelto”, refiriéndose al estado de credibilidad de quien juzga cuando, en un juicio a su cargo, el responsable de un delito queda absuelto por un mal fallo o por un proceso deficiente.
El debido proceso es un principio fundamental del sistema de justicia en prácticamente todos los países. Bajo este precepto, el Estado debe respetar todos los derechos legales que tiene una persona ante la ley cuando ésta es acusada de un delito, dándole un mínimo de garantías que aseguren un resultado justo dentro del proceso judicial, que va desde la detención hasta el juicio.
En ese sentido, la fiscalía o la parte acusadora, debe seguir un procedimiento que garantice el debido proceso (en la detención, acusación, recopilación y presentación de pruebas) que dejen patente que un acusado no es culpable hasta que se demuestre lo contrario. Esto apoya, en mucho, el concepto de imparcialidad.
Pero quien crea que esto forma parte de una utopía en países como el nuestro, lo animo a observar como este debido proceso se efectúa en países con un alto índice de inmigración. No, no sólo pasa en Estados Unidos. Pasa en toda la franja de países mediterráneos y, escalofriantemente, en la Alemania de Angela Merkel. Pero eso es sólo con la parcialidad de los juicios y la no aplicación del debido proceso.
En cuanto a la pena de muerte en Estados Unidos (que junto con Japón son los únicos países industrializados y demócratas que la sentencian), el criterio anti-inmigrante no es una regla que aplique. La doctrina acerca de la constitucionalidad de la pena de muerte es la de la sentencia de la Corte Suprema en el caso Gregg vs. Georgia, de 1976, en la cual, el Alto Tribunal declaró por una mayoría de siete votos a dos que este castigo tenía cabida constitucional en los casos de asesinato, al no violarse la Octava Enmienda de la Constitución.
Desde entonces (1976), se han ejecutado a 1,362 personas (entre ellas el mexicano Edgar Tamayo), y están en espera de cumplir con esa misma sentencia cerca de 3 mil reos más. Desde esa fecha, han sido 17 latinoamericanos los ejecutados (contando a Tamayo) y son 96 los latinoamericanos de los 3 mil que esperan la sentencia, de los cuales 58 son mexicanos o de origen mexicano. Un español también se encuentra en espera de ser ejecutado.
En 2005, gracias al caso Ropper vs. Simmons la corte falló en que era inconstitucional la ejecución de menores de edad. No obstante, hasta ese año, no se salvaron de este castigo 22 menores.
El tema de la pena capital es un asunto muy espinoso y debe ser analizado desde muchos ángulos y a partir de diferentes contextos. Intervienen en el tema ópticas que van desde la religiosa hasta la económica o desde la ética hasta la administrativa.
Desde quien piensa que una vida humana es sagrada sin importar el mal que haya provocado hasta quien ve el asunto en términos mucho más prácticos, sosteniendo (no sin razón) que no sólo no hay sistema penitenciario que reforme al individuo, sino que lo deja peor –liberar a alguien así sería un suicidio; dejarlo dentro, sería cargarle el costo administrativo a los contribuyentes–. Pero eso es harina de otro costal y el tema deberá ser analizado con mucha cautela.
Volviendo al tema de las ejecuciones en Estados Unidos, en el 90 por ciento de los casos de sentencia que han llegado a la Suprema Corte vía apelación (que son más de 500), ha habido fuertes indicios de fallas en el debido proceso de acuerdo con la Escuela de Leyes de la Universidad de Harvard.
En México, son incontables los casos de apelación debido a que no se lleva un debido proceso tomando en consideración valores como la imparcialidad y la equidad. Así, tuvimos en la cárcel por siete años (de una sentencia de 22) a Adriana Manzanares; a otra mujer que purga una condena en prisión por haber pagado con un billete falso de cien pesos; a Teresa, Alberta y Jacinta, las indígenas hñähñú quienes pasaron tres años en prisión por los delitos de ser mujeres, ser pobres y ser indígenas (hace unos días la PGR pidió perdón mientras ellas exigían respeto); y a muchos otros que están por no contar con el debido proceso.
En ese contexto –independientemente de que estemos a favor o en contra de la pena capital–, que el gobierno mexicano proteste ante el gobierno de Estados Unidos por el incumplimiento del debido proceso es, cuando menos, cínico. Está viendo la paja en el ojo ajeno.
Tanto en México como en Estados Unidos, aplica la vieja sentencia del Talmud: “Desgraciada la generación cuyos jueces merecen ser juzgados”.
Así de desesperanzador, así de triste.

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