por Manuel Moreno Rebolledo
Muchas son las advertencias. Desde el mismo Maquiavelo que nos dice que “para mantener el Estado se debe tener un ejército propio […]”; hasta –mucho más abierta la vena de este subcontinente–, Eduardo Galeano cuando nos dice que los militares en el poder “son más peligrosos, pues mienten más y roban más porque se levantan más temprano”.
Es un hecho que en México las Fuerzas Armadas no tienen vocación –ni desarrollo–, para la defensa externa. Los militares históricamente han sabido cómo mantener determinada autonomía y fueros, lo que los ha vuelto un Estado dentro de otro. Ellos crean –a través del PNR–, el sistema político mexicano moderno; son ellos quienes reparten cacicazgos y son ellos quienes deciden cuándo y cómo supeditarse finalmente al poder civil político con la menor pérdida (o ninguna).
Son tres los pactos (1929, 1938 y 1946), entre militares primero y luego con las élites civiles del país, los que permiten pacificarlo y darle en forma gradual a las instituciones políticas, la certidumbre para establecer un proyecto político nacional y de futuro. Pero el ejército siempre fue el mismo.
Siempre fue el mismo cuando lo utilizó Miguel Alemán para romper al sindicato ferrocarrilero. También cuando lo usó López Mateos para romperlo en 1960 y detener a sus líderes. Fue el mismo ejército el que persiguió a disidentes políticos y fue el mismo que, en 1968, reprimió un movimiento estudiantil, ocupó los campus universitarios y tomó parte de los hechos de la Plaza de las Tres Culturas que culminaron con la matanza del dos de octubre, haciéndose cómplice de la paranoia (¿inducida?) de un presidente de sí, paranoico.
Ha sido el mismo ejército el que, desde 1975, con la operación Cóndor, ha sido parte de una guerra contra las drogas impuesta por Estados Unidos y ha sido el mismo también el que enfrentó la llamada “guerra sucia” en aquella década. Nunca los derechos humanos han marcado su actuación. Por muchos años, la utilización de las fuerzas armadas no requirió de normas; esas normas las dictaba el presidente en turno. Han sido una organización del siglo pasado que no ha vivido todavía un proceso que las haga transitar –de una forma legal, justa–, a las condiciones óptimas de un estado de Derecho. Nadie duda que, dentro de las fuerzas armadas haya gente honorable y de trayectoria intachable. Conozco a más de uno. Pero no es, ni con mucho, la norma.
Pero mientras la discusión en este régimen debiera ir sobre una legislación que adecue el actuar de las fuerzas armadas a las condiciones de una democracia constitucional, eliminando sus características anómalas, entre ellas que haya un solo secretario civil del ramo del que dependan tanto el ejército como la marina armada –como sucede dentro de todas las democracias consolidadas–, el presidente de la república no sólo se les rinde: les va entregando la administración del país en partes.
No se sabe si la relación que Andrés Manuel López Obrador se ha encargado de construir desde que inició este sexenio con las Fuerzas Armadas sea parte de la enorme confusión ideológica en la que vive pero, cuando menos históricamente, no ha sido precisamente la izquierda en Latinoamérica la que se ha acercado tanto a las fuerzas armadas de sus países como para aliarse con ellas en prácticamente toda la función pública. Por el contrario, es bien sabido en qué parte de algún archivo militar han acabado muchos esfuerzos socialdemócratas. O quizás alguien lo convenció de que su gobierno sería más parecido al de Salvador Allende que al de Getulio Vargas, y es el tener ‘controlado’ al ejército lo que guía realmente su acción (no quise llamarle miedo por pudor).
Durante su campaña electoral, López Obrador insistió en que una de las razones de la crisis de seguridad era la rivalidad y falta de cooperación entre las estructuras policiales y militares. Como solución planteó la creación de la Guardia Nacional que, a la fecha, en materia de seguridad –que es para lo que fue creada–, ha arrojado los peores resultados posibles en la materia.
En cambio, la administración cedida por López Obrador a las fuerzas armadas va viento en popa. Esta va desde la construcción y operación del aeropuerto de Santa Lucía, la operación de 31 hospitales del INSABI, la construcción de parte del Tren Maya, hasta –lo último–, la administración de aduanas (ya sea en puertos o no) debido, a decir del propio presidente, a la corrupción y delincuencia que aún persiste en estas –mismas que, cabe mencionar, no han disminuido ni con la vigilancia de las fuerzas armadas, que ya estaba dada–. Fue esto último, ceder la operación, lo que hizo que Javier Jiménez Espriú renunciara como secretario de Comunicaciones y Transportes.
No sé si venga escrito por Winston Groom desde la novela o sea una de las genialidades del guion de Eric Roth la que le hace preguntar a Gary Sinise (Dan Taylor) a su soldado Forrest Gump:
“–Soldado Gump, ¿para qué estás aquí?
–Para hacer todo lo que usted mande mi sargento.
–¡Demonios Gump! Es la mejor respuesta que he oído en toda mi vida.”
Parece de risa. Espero no resulte en tragedia.
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