Exclusivo
para Memorabilia:
La contienda por la presidencia –al menos en esta
ocasión–, nos ha dejado diferentes tipos de enseñanzas a quienes hemos hecho de
la comunicación una forma de vida. Nos ha dado elementos de análisis tanto de
los emisores como de sus audiencias, así como de los mensajes que se han
transmitido y sobre los cuales bien vale la pena reflexionar.
La
primera: No repetir mensaje (el contexto cambia).
Junto con la operación política tejida con diferentes
gobernadores por Elba Esther Gordillo, Felipe Calderón le ganó a López Obrador
en 2006 porque muchos elementos de comunicación convergieron en un solo
mensaje: AMLO es un peligro para México.
Es decir, la operación política, por sí misma, no hubiera bastado para hacer
que López Obrador perdiera, lo hizo en gran medida el despertar de una de las
más eficaces emociones primarias del ser humano: el miedo. En 2012, el PRI se
encargó de posicionar a un candidato desde mucho antes de la elección frente a
un gobierno que no pudo o no supo gobernar, de ahí que el lema del “nosotros sí
sabemos cómo” hiciera de nuevo guardar esperanzas de que ahora sí el PRI, con
doce años de oposición había aprendido la lección y se iba a poner a trabajar.
Aquí apareció otra emoción ligada con la empatía: la confianza.
Si se dan cuenta, hasta aquí los significados y
significantes han variado; es decir que semióticamente, los valores y su
representación se pueden acomodar a versiones diferentes de nuestras
expectativas. Si la expectativa ha sido cambiar lo que se tiene porque no ha
funcionado, ese significado ha tenido diferentes rostros; es decir, el
significante de cambio en 2006 se dejó a un lado por el temor que inspiró. El
significante en 2012 se asumió porque, al reflejar confianza, ese cambio no
representaba riesgo alguno.
Doce años después el contexto es diferente. Se vuelve a
asumir como una percepción generalizada –y los números de rechazo al partido
que gobierna no nos dejan mentir–, que se necesita un cambio, es decir, el
cambio sigue siendo el significado. Y nuevamente, al no tenerse muchos otros
referentes a la mano, el significante de ese cambio vuelve a ser López Obrador
(ojo, no quiere decir que lo sea, lo que se intenta hacer es una clasificación
de acuerdo con las percepciones
ya existentes).
Nuevamente, las diferentes fuerzas políticas que
contienden a López Obrador han esbozado un mensaje –no tan fuerte ni tan
frecuente como el de 2006, también hay que decirlo–, señalando que en
particular ese tipo de cambio, vuelve a ser un peligro para México. Doce años
después de su primera versión, este mensaje encuentra a prácticamente los
mismos destinatarios salvo un 13-14% de nuevos electores que, aunque lo oyeron,
eran aún niños o preadolescentes cuando esta campaña tuvo su primer efecto. Obvia
decir que el resultado no ha sido el mismo. Es decir, en mayo de 2006, cuando
estaba en su auge el mensaje, López Obrador ya iba en completo declive en todas
las encuestas. Hoy podemos apreciar un efecto completamente diferente.
Pareciera, incluso, que mientras más se insiste en el punto, más ventaja toma (eso,
desde la apreciación del conjunto de encuestas disponible: https://oraculus.mx/).
¿Qué sucede? No es difícil de explicar –al menos desde
una simplicidad semiótica–: El significado (cambio), ha permanecido inalterable
no sólo porque el origen de esa necesidad se percibe más urgente, sino porque
el antagónico a ese cambio (el PRI) se ha desacreditado en muchos sentidos y su
opción más cercana (al menos ideológicamente, el PAN), es percibido como algo
similar, es decir, una gran mayoría de los mensajes que el PRI emite, generan
desconfianza y, por lo tanto también, la otra opción que no representa (para
ese imaginario), cambio alguno.
El significante del cambio (para casi el 40% de los
votantes tomando los números más alegres de MORENA), nuevamente vuelve a ser López
Obrador pues es quien ha negado en infinidad de veces cualquier cercanía o
acuerdo con su antagónico (el actual gobierno al cual el mismo López Obrador le
ha añadido más significantes: “minoría rapaz”, “mafia del poder”, y ha tenido
éxito con sus audiencias al darles también rostro, nombre y ocupación). Ojo también aquí: el decirle que no
reiteradamente al gobierno en turno, no vuelve “antisistema” a quien lo hace.
Simplemente lo vuelve un renegado.
La
segunda: La cultura del debate.
El verbo debatir no es tan bello en su fonética como en
su descripción: Discutir un tema con opiniones diferentes. Sin embargo las
expectativas que acompañan a nuestros debates son otras. En algún momento de
esta sui géneris democracia (no hay
que olvidar que los debates tienen en nuestra vida cívica apenas 24 años y que
muy pocas escuelas en México hacen de esta forma un sano intercambio entre sus
alumnos, que hace ver extraños estos ejercicios), tanto contendientes como
audiencias, han percibido que los debates deben ser arenas donde un luchador
debe, con golpeteo preferentemente, hacer que su rival caiga y con esa caída, se
tiene la creencia, que la gloria se traspasa del lado del ganador. Esto no
funciona así. También ahí los números nos dan la razón. Mientras las audiencias
sigan viendo los debates como foros de confirmación en lugar de tribunas de
contraste, los números no se moverán significativamente ni para un lado ni para
el otro.
Los públicos siguen viendo que el debate es una contienda
donde alguien tiene que salir ganador no por la forma en que expuso los temas a
tratar ni los argumentos utilizados para convencer de que su plataforma es la
mejor. Ven, en cambio, el lugar donde en forma directa SU candidato expone,
exhibe, se defiende y da mejores golpes a su rival. Cómo es percibido un debate
que quienes moderan son también vistos como árbitros de futbol (que si le
perdonó a un candidato esto… que si atacó al otro… que su imparcialidad… y así,
nos podemos seguir).
Un debate debiera ser, en estricto sentido, un foro donde
contrastar ideas, conceptos y, en el caso particular de un debate presidencial,
los cómos y por qués de los qués. Es
decir, plantear una serie de políticas públicas de acuerdo con los temas a
tratar y de ahí explicarle a la población por qué es necesario lo que proponen
y cómo le van a hacer para llevarlo a la práctica. Aquí no ha sido así.
Es curiosamente el candidato del partido menos querido
quien más se ha esmerado en explicar el por qué de las políticas públicas que
defiende y el cómo quiere llevarlas a cabo, pero en el entretiempo se ha dado espacio
para ser quien mejor administre golpes (en tiempo dedicado, al menos) a los dos
oponentes que están por encima de él en la contienda. Después lo ha hecho (con
una menor explicación del cómo), el candidato del PAN, quien posiblemente haya
dedicado más tiempo en defenderse y golpear que en transmitir esa diferencia
que quiere comunicar con respecto al candidato del PRI, y finalmente ha sido
hasta ahora el candidato de MORENA quien menos le ha dedicado a explicar qué
quiere hacer y cómo quiere hacerlo, incluso sin tomarse mucho tiempo para
defenderse de los golpes que le llegan a dar.
Es decir, debemos observar el fenómeno de los debates
desde un criterio más analítico: La población cree firmemente en la expectativa
de que los números se mueven gracias a los debates y que por ello hay que estar
atentos y defender con toda la conciencia posible a SU candidato, para que no
haya duda y los números no bajen o suban (creencias que han sido inducidas
principalmente por los medios y que crecen por la ingenuidad, consecuencia de
lo ajeno de estos ejercicios). Por lo que vemos en las encuestas de preferencia
posteriores al debate, estas se mueven muy poco. Las audiencias dejan de
analizar porque privilegian, también aquí, las creencias por encima de las
evidencias. Es decir, no sólo no voy a
admitir que mi equipo de futbol es malo porque en esta ocasión salió goleado, y
no lo voy a admitir porque el otro equipo abusó de las faltas y el arbitro se
lo permitió, hizo trampa. Así nuestro marco de creencias que hacen
justamente que un ejercicio de este tipo incida poco en el aumento de votación
por un candidato o por otro.
La
tercera: La preferencia.
Aquí nuevamente trataremos de sobre simplificar hasta
llegar a una imagen que, como significante, nos permita entender el asunto.
Pareciera –al menos así se percibe–, que hay dos imágenes
(sobre simplificadas, insisto), preponderantes en la justificación que hacen de
su preferencia (futuro voto) quienes están en los diferentes bandos de la
contienda. Respetando lo del significado y significante (cambio a través de otro que no sea el PRI),
quien más se acerca a ese significante es López Obrador. No obstante hay que
recurrir a los orígenes del significado para entender un poco mejor la
perspectiva. ¿Por qué se hace el cambio
una necesidad? ¿Realmente todo está mal o lo que está bien poco se advierte
porque no se ha sabido comunicar o porque en los patrones de información que
tenemos como individuos se hace más fácil poner una mancha en donde creemos que
todo está sucio que quitarla y admitir que no lo está? ¿Será que muchos hechos
se ignoran porque simplemente no se adaptan a lo que pensamos? (https://elpais.com/elpais/2018/01/26/ciencia/1516965692_948158.html).
Sin duda hay muchas cosas que están mal y la evidencia en
ese sentido es suficiente: principalmente en dos vertientes corrupción y
violencia. En cualquier país que se precie de democrático, cualquiera de estos
dos temas bastaría para pedir sin duda un cambio. Son muy pocos quienes aún se
atreven a tratar de justificar el actuar del gobierno (y la política en
general, por añadidura) en estos asuntos.
No obstante, en México adicionalmente a estos dos
factores hay que agregar la percepción
de que en lo económico todo va peor (la inflación ha sido controlada –21.5%
acumulada en lo que va del sexenio contra 45% en términos nominales al salario
mínimo, 20% en términos reales–; un
crecimiento promedio en lo que va del sexenio de 2.5% –mejor que el de los dos
sexenios previos, pero la mitad de lo prometido al inicio del sexenio–; las
clases medias con automóvil han dejado de percibir el subsidio a las gasolinas
lo que las ha enojado mucho; y el tipo de cambio ha aumentado en más de 53% en
lo que va del sexenio –el peor nivel desde Salinas de Gortari–), es cierto, hay
muchos matices en el análisis económico de lo que se presenta, pero en lo que a
percepciones toca, las cosas
no se ven bien y el hecho de que la mayoría de la población no tenga la
capacidad de analizar ni económicamente el contexto ni macroeconómicamente sus
resultados, no invalida que esa percepción exista, ahí está y es real.
En un entorno de descontento público –los casos de
corrupción de los dos Duarte y de Borge; la Casa Blanca; la explicación dada
originalmente por las 43 personas desaparecidas en Ayotzinapa (ojo, la
explicación que pareció una burla); el número de muertos en el sexenio
comparados con los del sexenio de Calderón y una creciente ola de delitos del
orden común que ya nos alcanzaron o sabemos de alguien a quien ya le alcanzó–,
los casos que más difusión pública han tenido han generado sin duda, un fuerte
cuestionamiento a la continuidad del partido que llevó al poder a los
personajes mencionados. Además, hay que sumar los desatinos que en materia de
comunicación ha tenido la presidencia y que son muchos, contarlos aquí lo único
que haría es hacer más largo y tedioso este escrito.
En fin que, ante estas evidencias y percepciones, era
lógico suponer que políticamente alguien saldría beneficiado. Y quien mejor que
el mismo personaje que, desde hace cuando menos 12 años ha insistido en que,
quienes nos gobiernan, traen consigo todas las taras ya descritas. Además, se
ha encargado de construir un discurso en el que todo se resuelve con su simple
presencia. Es cierto que una mayoría ilustrada reconoce, incluso dentro de sus
partidarios, que eso es un exceso. Pero para una masa votante donde esas
percepciones y evidencias se hacen más fuertes, el mensaje de total resolución
es el paraíso que estaban esperando.
Es por eso que no se molesta en decirnos cómo lo hará. Es
por eso que su discurso se construye a partir de únicamente prometer soluciones
aunque los cómos en sí sean un
disparate. Es lo que la gran masa quiere oír y él lo ha entendido perfectamente. Ante eso, para la aparente
mayoría que tendrá un voto efectivo en las urnas este 1º de julio, no importan
los datos ni los cómos le harán Meade
o Anaya. De entrada no importa la inteligencia, importa, según esta percepción,
la honestidad. No importa de quién se rodee López Obrador, él es honesto y con
eso los demás también lo serán. Y ahí es justamente donde nos detenemos a sobre simplificar las imágenes: honestidad y
preparación.
Hasta ahora ningún sondeo o encuesta lo ha hecho en esta
forma, pero todo indicaría que si a ese 35% que ya tienen decidido su voto por
López Obrador les dan la opción de una imagen de alguien preparado pero
deshonesto, contra una imagen que creen
de honestidad aunque no sea alguien preparado, su opción será la segunda.
Las personas tienden mucho a confundir inteligencia con
preparación. Quise ser lo más preciso en el término aunque, para efectos de
popularización ambas cosas parezcan lo mismo.
Qué desesperanzador es observar esa lógica pero es la que
nos ha llevado a este punto. Los invito a reflexionar sobre estos tres puntos.
Esta no es una conclusión. Esto apenas está empezando.