mayo 23, 2018

Tres Lecciones de Comunicación


Exclusivo para Memorabilia:
La contienda por la presidencia –al menos en esta ocasión–, nos ha dejado diferentes tipos de enseñanzas a quienes hemos hecho de la comunicación una forma de vida. Nos ha dado elementos de análisis tanto de los emisores como de sus audiencias, así como de los mensajes que se han transmitido y sobre los cuales bien vale la pena reflexionar.
La primera: No repetir mensaje (el contexto cambia).
Junto con la operación política tejida con diferentes gobernadores por Elba Esther Gordillo, Felipe Calderón le ganó a López Obrador en 2006 porque muchos elementos de comunicación convergieron en un solo mensaje: AMLO es un peligro para México. Es decir, la operación política, por sí misma, no hubiera bastado para hacer que López Obrador perdiera, lo hizo en gran medida el despertar de una de las más eficaces emociones primarias del ser humano: el miedo. En 2012, el PRI se encargó de posicionar a un candidato desde mucho antes de la elección frente a un gobierno que no pudo o no supo gobernar, de ahí que el lema del “nosotros sí sabemos cómo” hiciera de nuevo guardar esperanzas de que ahora sí el PRI, con doce años de oposición había aprendido la lección y se iba a poner a trabajar. Aquí apareció otra emoción ligada con la empatía: la confianza.  
Si se dan cuenta, hasta aquí los significados y significantes han variado; es decir que semióticamente, los valores y su representación se pueden acomodar a versiones diferentes de nuestras expectativas. Si la expectativa ha sido cambiar lo que se tiene porque no ha funcionado, ese significado ha tenido diferentes rostros; es decir, el significante de cambio en 2006 se dejó a un lado por el temor que inspiró. El significante en 2012 se asumió porque, al reflejar confianza, ese cambio no representaba riesgo alguno.
Doce años después el contexto es diferente. Se vuelve a asumir como una percepción generalizada –y los números de rechazo al partido que gobierna no nos dejan mentir–, que se necesita un cambio, es decir, el cambio sigue siendo el significado. Y nuevamente, al no tenerse muchos otros referentes a la mano, el significante de ese cambio vuelve a ser López Obrador (ojo, no quiere decir que lo sea, lo que se intenta hacer es una clasificación de acuerdo con las percepciones ya existentes).
Nuevamente, las diferentes fuerzas políticas que contienden a López Obrador han esbozado un mensaje –no tan fuerte ni tan frecuente como el de 2006, también hay que decirlo–, señalando que en particular ese tipo de cambio, vuelve a ser un peligro para México. Doce años después de su primera versión, este mensaje encuentra a prácticamente los mismos destinatarios salvo un 13-14% de nuevos electores que, aunque lo oyeron, eran aún niños o preadolescentes cuando esta campaña tuvo su primer efecto. Obvia decir que el resultado no ha sido el mismo. Es decir, en mayo de 2006, cuando estaba en su auge el mensaje, López Obrador ya iba en completo declive en todas las encuestas. Hoy podemos apreciar un efecto completamente diferente. Pareciera, incluso, que mientras más se insiste en el punto, más ventaja toma (eso, desde la apreciación del conjunto de encuestas disponible: https://oraculus.mx/).
¿Qué sucede? No es difícil de explicar –al menos desde una simplicidad semiótica–: El significado (cambio), ha permanecido inalterable no sólo porque el origen de esa necesidad se percibe más urgente, sino porque el antagónico a ese cambio (el PRI) se ha desacreditado en muchos sentidos y su opción más cercana (al menos ideológicamente, el PAN), es percibido como algo similar, es decir, una gran mayoría de los mensajes que el PRI emite, generan desconfianza y, por lo tanto también, la otra opción que no representa (para ese imaginario), cambio alguno.
El significante del cambio (para casi el 40% de los votantes tomando los números más alegres de MORENA), nuevamente vuelve a ser López Obrador pues es quien ha negado en infinidad de veces cualquier cercanía o acuerdo con su antagónico (el actual gobierno al cual el mismo López Obrador le ha añadido más significantes: “minoría rapaz”, “mafia del poder”, y ha tenido éxito con sus audiencias al darles también rostro, nombre y ocupación). Ojo también aquí: el decirle que no reiteradamente al gobierno en turno, no vuelve “antisistema” a quien lo hace. Simplemente lo vuelve un renegado.
La segunda: La cultura del debate.
El verbo debatir no es tan bello en su fonética como en su descripción: Discutir un tema con opiniones diferentes. Sin embargo las expectativas que acompañan a nuestros debates son otras. En algún momento de esta sui géneris democracia (no hay que olvidar que los debates tienen en nuestra vida cívica apenas 24 años y que muy pocas escuelas en México hacen de esta forma un sano intercambio entre sus alumnos, que hace ver extraños estos ejercicios), tanto contendientes como audiencias, han percibido que los debates deben ser arenas donde un luchador debe, con golpeteo preferentemente, hacer que su rival caiga y con esa caída, se tiene la creencia, que la gloria se traspasa del lado del ganador. Esto no funciona así. También ahí los números nos dan la razón. Mientras las audiencias sigan viendo los debates como foros de confirmación en lugar de tribunas de contraste, los números no se moverán significativamente ni para un lado ni para el otro.
Los públicos siguen viendo que el debate es una contienda donde alguien tiene que salir ganador no por la forma en que expuso los temas a tratar ni los argumentos utilizados para convencer de que su plataforma es la mejor. Ven, en cambio, el lugar donde en forma directa SU candidato expone, exhibe, se defiende y da mejores golpes a su rival. Cómo es percibido un debate que quienes moderan son también vistos como árbitros de futbol (que si le perdonó a un candidato esto… que si atacó al otro… que su imparcialidad… y así, nos podemos seguir).
Un debate debiera ser, en estricto sentido, un foro donde contrastar ideas, conceptos y, en el caso particular de un debate presidencial, los cómos y por qués de los qués. Es decir, plantear una serie de políticas públicas de acuerdo con los temas a tratar y de ahí explicarle a la población por qué es necesario lo que proponen y cómo le van a hacer para llevarlo a la práctica. Aquí no ha sido así.
Es curiosamente el candidato del partido menos querido quien más se ha esmerado en explicar el por qué de las políticas públicas que defiende y el cómo quiere llevarlas a cabo, pero en el entretiempo se ha dado espacio para ser quien mejor administre golpes (en tiempo dedicado, al menos) a los dos oponentes que están por encima de él en la contienda. Después lo ha hecho (con una menor explicación del cómo), el candidato del PAN, quien posiblemente haya dedicado más tiempo en defenderse y golpear que en transmitir esa diferencia que quiere comunicar con respecto al candidato del PRI, y finalmente ha sido hasta ahora el candidato de MORENA quien menos le ha dedicado a explicar qué quiere hacer y cómo quiere hacerlo, incluso sin tomarse mucho tiempo para defenderse de los golpes que le llegan a dar.
Es decir, debemos observar el fenómeno de los debates desde un criterio más analítico: La población cree firmemente en la expectativa de que los números se mueven gracias a los debates y que por ello hay que estar atentos y defender con toda la conciencia posible a SU candidato, para que no haya duda y los números no bajen o suban (creencias que han sido inducidas principalmente por los medios y que crecen por la ingenuidad, consecuencia de lo ajeno de estos ejercicios). Por lo que vemos en las encuestas de preferencia posteriores al debate, estas se mueven muy poco. Las audiencias dejan de analizar porque privilegian, también aquí, las creencias por encima de las evidencias. Es decir, no sólo no voy a admitir que mi equipo de futbol es malo porque en esta ocasión salió goleado, y no lo voy a admitir porque el otro equipo abusó de las faltas y el arbitro se lo permitió, hizo trampa. Así nuestro marco de creencias que hacen justamente que un ejercicio de este tipo incida poco en el aumento de votación por un candidato o por otro.
La tercera: La preferencia.
Aquí nuevamente trataremos de sobre simplificar hasta llegar a una imagen que, como significante, nos permita entender el asunto.
Pareciera –al menos así se percibe–, que hay dos imágenes (sobre simplificadas, insisto), preponderantes en la justificación que hacen de su preferencia (futuro voto) quienes están en los diferentes bandos de la contienda. Respetando lo del significado y significante (cambio a través de otro que no sea el PRI), quien más se acerca a ese significante es López Obrador. No obstante hay que recurrir a los orígenes del significado para entender un poco mejor la perspectiva. ¿Por qué se hace el cambio una necesidad? ¿Realmente todo está mal o lo que está bien poco se advierte porque no se ha sabido comunicar o porque en los patrones de información que tenemos como individuos se hace más fácil poner una mancha en donde creemos que todo está sucio que quitarla y admitir que no lo está? ¿Será que muchos hechos se ignoran porque simplemente no se adaptan a lo que pensamos? (https://elpais.com/elpais/2018/01/26/ciencia/1516965692_948158.html).
Sin duda hay muchas cosas que están mal y la evidencia en ese sentido es suficiente: principalmente en dos vertientes corrupción y violencia. En cualquier país que se precie de democrático, cualquiera de estos dos temas bastaría para pedir sin duda un cambio. Son muy pocos quienes aún se atreven a tratar de justificar el actuar del gobierno (y la política en general, por añadidura) en estos asuntos.
No obstante, en México adicionalmente a estos dos factores hay que agregar la percepción de que en lo económico todo va peor (la inflación ha sido controlada –21.5% acumulada en lo que va del sexenio contra 45% en términos nominales al salario mínimo, 20% en términos reales–;  un crecimiento promedio en lo que va del sexenio de 2.5% –mejor que el de los dos sexenios previos, pero la mitad de lo prometido al inicio del sexenio–; las clases medias con automóvil han dejado de percibir el subsidio a las gasolinas lo que las ha enojado mucho; y el tipo de cambio ha aumentado en más de 53% en lo que va del sexenio –el peor nivel desde Salinas de Gortari–), es cierto, hay muchos matices en el análisis económico de lo que se presenta, pero en lo que a percepciones toca, las cosas no se ven bien y el hecho de que la mayoría de la población no tenga la capacidad de analizar ni económicamente el contexto ni macroeconómicamente sus resultados, no invalida que esa percepción exista, ahí está y es real.
En un entorno de descontento público –los casos de corrupción de los dos Duarte y de Borge; la Casa Blanca; la explicación dada originalmente por las 43 personas desaparecidas en Ayotzinapa (ojo, la explicación que pareció una burla); el número de muertos en el sexenio comparados con los del sexenio de Calderón y una creciente ola de delitos del orden común que ya nos alcanzaron o sabemos de alguien a quien ya le alcanzó–, los casos que más difusión pública han tenido han generado sin duda, un fuerte cuestionamiento a la continuidad del partido que llevó al poder a los personajes mencionados. Además, hay que sumar los desatinos que en materia de comunicación ha tenido la presidencia y que son muchos, contarlos aquí lo único que haría es hacer más largo y tedioso este escrito.
En fin que, ante estas evidencias y percepciones, era lógico suponer que políticamente alguien saldría beneficiado. Y quien mejor que el mismo personaje que, desde hace cuando menos 12 años ha insistido en que, quienes nos gobiernan, traen consigo todas las taras ya descritas. Además, se ha encargado de construir un discurso en el que todo se resuelve con su simple presencia. Es cierto que una mayoría ilustrada reconoce, incluso dentro de sus partidarios, que eso es un exceso. Pero para una masa votante donde esas percepciones y evidencias se hacen más fuertes, el mensaje de total resolución es el paraíso que estaban esperando.
Es por eso que no se molesta en decirnos cómo lo hará. Es por eso que su discurso se construye a partir de únicamente prometer soluciones aunque los cómos en sí sean un disparate. Es lo que la gran masa quiere oír y él lo ha entendido perfectamente. Ante eso, para la aparente mayoría que tendrá un voto efectivo en las urnas este 1º de julio, no importan los datos ni los cómos le harán Meade o Anaya. De entrada no importa la inteligencia, importa, según esta percepción, la honestidad. No importa de quién se rodee López Obrador, él es honesto y con eso los demás también lo serán. Y ahí es justamente donde nos detenemos a sobre simplificar las imágenes: honestidad y preparación.
Hasta ahora ningún sondeo o encuesta lo ha hecho en esta forma, pero todo indicaría que si a ese 35% que ya tienen decidido su voto por López Obrador les dan la opción de una imagen de alguien preparado pero deshonesto, contra una imagen que creen de honestidad aunque no sea alguien preparado, su opción será la segunda.
Las personas tienden mucho a confundir inteligencia con preparación. Quise ser lo más preciso en el término aunque, para efectos de popularización ambas cosas parezcan lo mismo.
Qué desesperanzador es observar esa lógica pero es la que nos ha llevado a este punto. Los invito a reflexionar sobre estos tres puntos.
Esta no es una conclusión. Esto apenas está empezando.

mayo 09, 2018

Nosotros los Pobres


“Los pobres tenemos la riqueza del corazón”
La Hija de la Otra, Vicente Orona, 1951

En una de las tantas mesas de análisis electoral que las televisoras nos han prodigado (digamos –por ser bondadosos con ellos–, que lo han hecho como una tarea de cumplimiento informativo), uno de los múltiples voceros de los que ha echado mano la campaña de Andrés Manuel López Obrador, le dijo a su increpante: “Es que Andrés Manuel habla como el pueblo”, dándole contexto a la crítica de que el candidato del PRI, José Antonio Meade, sólo se sabía expresar técnicamente, por lo cual no conectaba con la mayoría de los votantes.

“¿Cómo habla el pueblo?” le preguntaron en seguida un par de veces, y no quiso (o sospecho que no supo) responder.

La tradición del sufrimiento
Nuestro cine, desde la época de oro hasta nuestros días, ha tratado la pobreza como el receptáculo de todas las calamidades; si eso se apega a la vida real es otra historia, pero la percepción de que los pobres siempre son víctimas de algo, ha penetrado fuerte y ha sabido perdurar porque no ha habido otro tándem comunicación/cultura que cambie esa percepción.

El cine (y luego las telenovelas), nos han mostrado –casi pedagógicamente– que al pobre siempre le pasa lo peor: les roban, mueren seres queridos o pierden lo poco que tienen por accidentes desafortunados, la autoridad abusa de ellos, son los olvidados, los últimos en el reparto de cualquier cosa. Aún así cantan y ríen. Es el pueblo bueno. “Viva mi desgracia” escribiría en una conocida canción Francisco Cárdenas.

Por otro lado, a los ricos nos los han mostrado como malvados, mezquinos, aquellos que no se cansan de explotar al pobre, que humillan, sobajan y que, además, siempre están por encima de la ley o, en muchos casos son además de ricos, la propia ley. El binomio Empresarios-Autoridad se muestra siempre como la gran conspiración en contra del pueblo. Aún así, nos han vendido la idea de que el rico también llora y que, una vez que se acerca al pobre y entiende sus problemas, es redimido.

Un discurso familiar
El lenguaje que ha utilizado López Obrador a lo largo de sus participaciones como candidato (ya es la tercera), está muy apegado a este guión. Si analizamos muy someramente su discurso desde el punto de vista semiótico, las metáforas. prosopopeyas, prosopografías, anáforas, perífrasis y la interrogación retórica han sido usadas para darle un mayor significado a un planteamiento que pareciera simplista pero no lo es: Los ricos abusan de los pobres. Luego entonces, los empresarios y el pueblo bueno son incompatibles, los empresarios son el enemigo, “la Patria es primero” y el empresario que quiera ser perdonado tiene que redimirse conmigo (aunque luego salgan los voceros de AMLO a darle un sinnúmero de contextos e interpretaciones diferentes).

Ese lenguaje, que ha sido plasmado –insisto–, en la tragicomedia mexicana multimedia a la que históricamente hemos sido sometidos el promedio de los votantes mexicanos porque nos es coloquial y nos es familiar, ha permeado en todos los niveles: es un discurso tan poderoso (porque culturalmente tiene sustento en la percepción de la mayoría), que ricos y pobres, profesionistas y desempleados, jóvenes estudiantes y gente mayor pensionada, lo han tomado como suyo y, en una contradicción enorme pues no deja de ser una construcción emotiva del discurso, le han dado la razón.

Los otros
Mientras esto ocurre en la campaña de López Obrador, los contendientes parecen no haberse dado cuenta de que el tiempo se acaba y no han podido conectar emotivamente con los votantes. Hasta ahora –y si tomamos a las encuestas como escenarios al día–, las tendencias indican que el enojo y la toma de un discurso que los votantes sienten como propio, es lo que va predominando.

Independientemente de si la operación política se encamine a apoyar a uno de los dos contendientes con tal de forzar un solo frente contra el puntero, los equipos de Anaya y Meade tienen una sola posibilidad y creo que la están desperdiciando. Sus discursos siguen siendo más racionales que emotivos y eso, en una campaña electoral, es el preludio al fracaso.

El tiempo que les queda
A estas alturas de la campaña, el tiempo no se mide en días sino en acciones, en comunicaciones y en presencia eficiente. Cualquier desperdicio puede significar la diferencia entre ganar y perder. Aún hay muchas formas creativas de revertir tendencias o afianzarlas –que sería el caso de AMLO–, pero es importante que los equipos de campaña no cometan más errores.

Pitágoras, cuando era preguntado sobre qué era el tiempo, respondía que era el alma de este mundo. Para los contendientes al puntero, lo es todo.

Tic, tac… Tic, tac.
Hasta el próximo mes.
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La Revolución

  por Manuel Moreno Rebolledo Con 110 años de edad, la Revolución Mexicana –impulsada por la pequeña burguesía de la época y con un ideario...