noviembre 20, 2020

La Revolución

 por Manuel Moreno Rebolledo

Con 110 años de edad, la Revolución Mexicana –impulsada por la pequeña burguesía de la época y con un ideario tan timorato que cobijó sin problema los más de 70 años de “dictadura perfecta” que tuvimos junto con sus secuelas (incluida esta)–, no sólo no ha cumplido con los problemas de justicia social que le dio origen, sino que al paso de los años ha dejado mitos y leyendas, personajes y ritos de los que se han servido todos aquellos que han encontrado muy conveniente tejer, en el imaginario mexicano, héroes y villanos como dos polos que no admiten gradiente, banderas de un nacionalismo tan obtuso como conservador del que hoy se sirve la autoridad desde Palacio Nacional.

Las revoluciones –hay que entenderlo–, las hacen hombres de carne y hueso y no santos, y todas terminan por crear una nueva casta privilegiada, decía palabras más, palabras menos, Carlos Fuentes. Una casta que, en el caso mexicano y heredera de esa revolución, supo sumar a políticos de cualquier ideología, desde los más ambiciosos hasta los más ingenuos, para formar lo que conocemos como el sistema político mexicano. Pasaron Obregón, Calles y Cárdenas (aparentemente distintos entre sí), y dejaron tras de ellos toda la estela que conocemos de cacicazgos, cotos de poder, reparto de posiciones, tolerancia a algunos, represión feroz a otros y una oposición a modo que le servían al sistema para una legitimación al exterior (al interior les importaba un bledo).

Con esas bases, el sistema fecundó, parió y crio la idea de un “nacionalismo revolucionario” que, paradójicamente, alimentó una cultura profundamente conservadora (a veces hasta reaccionaria) y con un profundo desprecio por las libertades y derechos individuales –la ciudadanía siempre estuvo en un plano de complacencia secundaria–.

Nadie sabía hacer mejor esta simbiosis –con todos los involucrados con el sistema– que su creador: lo hizo por mucho tiempo y adiestró a mucha gente en ese oscuro arte de manipular, acarrear, servirse de mitos y personajes, enaltecer a unos, esconder a otros; en resumen, generar clientelas a costa de esa enorme confusión ideológica que representaba meter, en el mismo caldero, a un Lázaro Cárdenas y a un Miguel Alemán, a un Díaz Ordaz y a un Luis Echeverría, y que arrojó como resultado la perniciosa ausencia de un proyecto de país.

Otra de las grandes enseñanzas que dejaron los hijos de la revolución –desde presidentes, pasando por secretarios, subsecretarios, gobernadores, lideres y militantes del partido en el poder, algunos de ellos ya “conversos”–, fue anteponer sus ambiciones personales al bienestar común. De entonces para acá, dos presidentes respondieron a coyunturas históricas nacionalizando dos industrias que ahora aparecen como los grandes bastiones de la inalterabilidad de nuestra identidad nacional (aunque nos cuesten cada vez más dinero): Lázaro Cárdenas con el petróleo y Adolfo López Mateos con la industria eléctrica.

Todos los partidos políticos –y sus personajes más prominentes– se han servido del enorme panteón nacional que la historia oficial nos ha dejado (curiosamente, cuando menos un héroe nacional para cada gusto y color) y que deja en claro que no es casualidad que cuando cada partido gobierna, utiliza los mismos métodos y estructuras que tanto critica de los anteriores.

De ahí que tenemos un Madero (en absoluta coincidencia, tío abuelo de un actual senador por el PAN), del que se ha servido ese partido como su gran prócer en la lucha por la democracia sin importar que haya sido un masón consumado (algo inaudito para los “duros” del panismo) y un ferviente practicante del espiritismo (motivo por el cual el embajador Wilson decidió apoyar a Huerta).

De ahí también que tengamos a un Emiliano Zapata que más que recordado es venerado por la izquierda partidaria del país –y que incluso da nombre a un movimiento emanado del indigenismo y que resulta más simbólico que práctico para esa izquierda mexicana caduca en la búsqueda de héroes o banderas para envolverse en el más obvio conservadurismo–, sin importar que Zapata sea una entelequia que sólo sirve para avivar ese discurso nacionalista que de tan repetitivo se volvió vacío y que no haya sido ese indio oprimido y explotado, sino un pequeño terrateniente por demás sibarita.

A todas esas personas de carne y hueso el PRI los hizo personajes de ficción a su servicio y al servicio de todo aquel al que esa versión romántica de la historia le funcionara y le acomodara. Todos se han servido de ellos y –sin rubor pese a que las otras versiones de esa misma historia han salido a la luz–, siguen celebrándolos tal y como se celebran a sí mismos y al sistema que los creó. Sistema del que nadie (ni político ni agrupación que los cobije), ha quedado impoluto.

Hoy, con la herencia de haber vivido de aquel PRI que mejor se sirvió de tanta figura inmaculada y sintiéndose ‘tocado’ por el verdadero nacionalismo revolucionario, el personaje que aparece como presidente de México revuelve, en su muy particular visión de la historia, nuevamente nombres y hechos con el propósito de –como aquellos viejos libros de texto–, simplificar a su mínima expresión quiénes fueron buenos y quienes malos y, extrapolando el contexto, actualizando a esos buenos y malos siendo él quien representa al ‘pueblo bueno’ y, quienes opinen diferente, los malos de la historia.

Así ha llevado prácticamente dos años de su gobierno, acusando y distrayendo para que nos olvidemos de una realidad que ya deja cien mil muertos y más de un millón de contagios por una pandemia que nunca supo manejar. Entre otras cosas.

Pero –como decía Alexis de Tocqueville–, en una revolución, como en una novela, lo más difícil de inventar es el final y hasta ahora, no lo hemos visto.

Habrá que esperar a ver de qué tamaño viene el desenlace.

Nos leemos la semana entrante y los invito a seguirme en Twitter: @ManuelMR. 


noviembre 07, 2020

No Saber Perder

 por Manuel Moreno Rebolledo

En palabras del joven sociólogo norteamericano, DaShanne Stokes, el significado de la democracia norteamericana en ningún momento implica sembrar el terror.

Mintiendo llegó y mintiendo se va a ir. No he visto, a lo largo de muchos años de observar e interpretar –en la mayoría de los casos, solamente informar–, un gobierno democrático de locura semejante. Es condición de megalómanos y narcisistas nunca reconocer cunado son derrotados. Siempre existirá la acusación bravucona, la acusación provocadora –sin importar qué pase y qué afecte–, el improperio simplista de culpar a los demás (o al mundo entero si es necesario de una conspiración) en contra del ombligo del mundo.

Siempre existirá en las mentes de pocas sinapsis lanzar la palabra fraude sin importar que con ella se derrumbe una institución, un sistema tradicional y respetado de establecer relaciones humanas, de establecer la relación de los ciudadanos con sus autoridades; de la gente con el poder. No importa si con eso se daña un concepto cuando el que importa es el gran egoísta; el que no sabe perder.

La batalla por la presidencia de Estados Unidos se ha extendido mucho tiempo después del día de las elecciones porque el perdedor, usando los medios legales a su alcance, está demorando lo inevitable: mete demandas para frenar el conteo de votos; llama a unos votos legales y a otros no, cuando todos los legos le han dicho que no hay votos ilegales, que todos cuentan siempre y cuando hayan sido enviados el día de las elecciones. Pero él está en negación; insulta y culpa a todo el mundo, a la prensa, a los demócratas que en su muy recortada visión del mundo representan ahora al socialismo o, peor (mejor para él) aún, al comunismo.

Votantes cubanos de Miami –que muchos de ellos ni siquiera estuvieron en Cuba–, se meten al mundo según Trump y lo creen. Le dan todo el crédito a quien se comporta como un verdadero líder bananero, el fundador de la Internacional Populista, como lo calificara Silva Herzog-Márquez, describiendo que el gorila sudamericano de los sesentas y setentas había migrado para gobernar también Estados Unidos.

Aunque es prácticamente un hecho que la presidencia de Estados Unidos y la vicepresidencia la obtenga la fórmula Joe Biden – Kamala Harris, para cuando escribo el presente texto, aún se advierte la incertidumbre de que los abogados de Trump logren triunfos sobre las autoridades judiciales locales y logren llevar el asunto a la Suprema Corte de Justicia (que ahora considera suya por tener más representantes conservadores) y después de que el 6 de enero sea la Cámara de Representantes la que cante finalmente el nombre del presidente electo.

Para cuando escribo este texto, el conteo en los estados de Pensilvania, Georgia, Nevada y Arizona están pendientes porque, en algún momento, el equipo de campaña de Donald Trump logró frenarlos aludiendo la ley estatal en la materia, que dicta que si los resultados presentan una ventaja (para cualquiera), de menos del 1% –en Arizona es menos del 0.1%–, la contabilidad tiene que repetirse; en otro estados, como Pensilvania y Georgia, sólo lograron meter más observadores al conteo, sobre todo en estos momentos en que los votos por correo van llegando y se someten al proceso de valoración donde se establece su validez o invalidez.

Desde hace cuando menos un par de meses advertimos, en estas mismas líneas, lo que Trump estaba previendo de la votación vía correo y que estaba tratando de frenarla a toda costa. El primer movimiento fue cortarle todo el presupuesto y a partir de ese momento, comenzar una campaña de desprestigio al Servicio Postal de su país. Él sabía que quien vota por él usa su ejemplo; no prevé el contagio en medio de la pandemia y prefiere el voto presencial que el voto por correo (que ha sido utilizado desde hace ya muchas elecciones) pero que en esta ocasión, por la misma pandemia, sería en mucho mayor volumen y la mayor parte de ese voto –como el voto anticipado–, estarían a favor de Biden.

Ha sido el alcalde de Filadelfia, James Kenney quien, aprovechando las grandes vitrinas nacionales que el día de hoy tienen las entrevistas con todo tipo de autoridad estatal, le contestó a Donald Trump diciéndole que mientras él escupe estupideces, hay mucha gente trabajando para preservar la integridad de la democracia norteamericana.

Personalmente, no puedo calcular el daño que Trump en todo su actuar, desde que tomó posesión hasta estos últimos días, le ha infligido a su país, más que a las estructuras, a la gente, a su sociedad. Ha exacerbado todos los demonios del racismo, del sexismo; ha hecho presente el autoritarismo en un país que no lo conocía; ha vuelto al oscurantismo a un país de innovación; ha desmantelado un sistema de salud en marcha y ha provocado daños mayores por la pandemia que los que se podrían lógicamente esperar; ha traicionado la confianza de sus votantes de ocasión porque no les cumplió en casi cuatro años el bienestar que les hacía prometido; desconoció el compromiso por un medio ambiente mejor para su país y lo regresó a la era del carbón. Ha sido mucho el daño.

Por ahí decía un editorialista del New York Times que a lo que Trump más teme es a ser encarcelado por el daño que le ha hecho a su país. 

No sé que tan probable sea, pero creo que allá sí es posible. Quizá si lo acusaran de traición a la patria...

Nos leemos la semana entrante y los invito a seguirme en Twitter: @ManuelMR. 


La Revolución

  por Manuel Moreno Rebolledo Con 110 años de edad, la Revolución Mexicana –impulsada por la pequeña burguesía de la época y con un ideario...