En 1937, durante el discurso de su segunda investidura como presidente de Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt dijo –quizás influido por su paso por Groton School–, que “la prueba de nuestro progreso no es si añadimos más a la abundancia de aquellos que tienen mucho; es si proporcionamos suficiente a aquellos que tienen demasiado poco”.
La economía es determinante de la civilización. No es posible comprender una convención social sin entender la forma en que sus bienes y servicios se producen, transitan y son intercambiados.
Ahora, nuevamente la economía representa una enorme duda entre especialistas y humanistas en general, tratando de resolver el camino a seguir después de que la pandemia ocasionada por el coronavirus sea, cuando menos, contenida; tal como lo estuvieron después de la recesión ocasionada por la caída de la Bolsa de Nueva York en octubre de 1929.
Muchos teóricos trabajaron en esquemas de recuperación, sin embargo (salvo esquemas totalmente estatistas teorizados desde el siglo XIX y que, unos tras otros fallaron), todo fluyó de nuevo a continuar con un modelo que pronto mostraría nuevos matices: el capitalismo.
Los años anteriores a la crisis de aquel jueves negro, la prosperidad en Estados Unidos era manifiesta en varios campos: los salarios subieron aceleradamente, lo que hizo que el poder adquisitivo creciera en la misma proporción; el llamado American Way of Life se arraigó interna y externamente. El liberalismo económico era evidente en esos años, cualquier posible intervención del Estado sobre la dinámica de los mercados era impensable.
La ruptura
Después de la Revolución Industrial, ha sido precisamente la crisis del 29 la más estudiada dado su alcance: se hizo presente en todos los rubros sociales debido a que su consecuencia más importante fue la desarticulación del sistema económico con la ruptura en cadena de cada uno de los sectores productivos. La pobreza se hizo presente en un país que, hasta hacía poco, había mostrado una bonanza sin precedente. Todas las economías que eran codependientes de Estados Unidos sufrieron, en diferentes momentos, los efectos de las medidas de recuperación tomadas en Norteamérica.
Hace pocos años, Thomas Piketty puso al mundo de los economistas a girar proponiendo repensar a Carlos Marx y su obra capital. Algo poco realista. Ahora, después de que el planeta rota en torno a un cambio necesario en el planteamiento de sus principios macroeconómicos debido a la nueva gran crisis que se pronostica, lo prudente sería reflexionar sobre John Maynard Keynes.
Como escribí líneas arriba, después de la década de los 30 del siglo pasado, el capitalismo resurgió fuerte y renovado; tan renovado que nuevos matices como su versión salvaje, surgieron a pesar de las convenciones que la mayoría de los países demócratas se autoimpusieron en búsqueda de parámetros que los volverían, tiempo después de la Segunda Guerra Mundial, en naciones desarrolladas. Entonces un nuevo debate surgió: debe o no el Estado intervenir en el libre mercado.
Hay sectores que se escandalizan cuando escuchan términos como “redistribución” o “intervención”, sin darse cuenta que gran parte del alejamiento del Estado en tareas regulatorias al libre mercado ha devenido –sobre todo en países latinoamericanos– en mayor corrupción y ha derivado (queramos reconocerlo o no), en prácticas ahora tan bien definidas como el “capitalismo de Cuates”.
El nuevo New Deal
Es muy probable que Keynes ya haya sido superado con nuevas ideas que refrescan (o ponen en sintonía más exacta con la realidad) la teoría económica, no obstante, debemos reconocer la vigencia de muchas otras ideas que podrían ponerse en una nueva perspectiva ante lo que será, según muchos, el nuevo reto que en materia económica enfrentará la humanidad.
Es un hecho –al menos así lo pienso–, que el Estado tendrá una intervención determinante en aquellos países que saldrán más rápido de la crisis (el dinero que Trump o la Unión Europea destinarán en esta primera etapa del problema para apoyar a empresas e individuos, es sólo el inicio del flujo de capital que los gobiernos tendrán que destinar a la reconstrucción de sus respectivos países). Eso, de alguna manera, conllevará una férrea vigilancia de hacia dónde van los recursos, cómo se destinan y, en resumen, a ponerle nuevas reglas al mercado.
Sin embargo, lo más importante para cualquier tipo de reconstrucción –o rescate–, es incentivar el empleo con puestos de trabajo que permitan que el consumo crezca y el ciclo económico se complete.
Muchas empresas saldrán lastimadas. Promover el empleo será no sólo una tarea exclusiva de los gobiernos como patrones (la proyección y puesta en marcha de obras de infraestructura –viables y con futuro–, así como nuevas reformas legales que se alineen a un nuevo orden laboral que además terminen con sindicalismos opacos), sino que los gobiernos también deberán servir como un apoyo institucional hacia las empresas, dándoles flexibilidad fiscal y tratamiento especial a aquellas que no sólo contengan su planta laboral sino que la mejoren en términos de percepciones.
Para ello, los gobiernos necesitarán mucho dinero que forzosamente tendrá que venir de dos fuentes: los ahorros y los préstamos. Todo eso derivará, por supuesto, en un aumento del déficit que será tan momentáneo como la atracción y conservación de nuevas inversiones lo permita.
La clave de todo ello será el respeto a la ley: sin legalidad regresaremos siempre al punto de partida.
La duración
Muchas medidas a las adicionales –algunas más incómodas que otras– deberán ser tomadas a modo de facilitar el camino a una rápida recuperación. La convención de todos los factores financieros es más que necesaria. Trabajar sobre las tasas de interés bancarias, sobre los créditos y llamar al orden a aquellas instituciones financieras que se manejan al borde de la legalidad; buscar las mejores estrategias para hacer competitivas las monedas y dar facilidades a la exportación, son medidas que, sí o sí, tendrán que darse.
Cierto que el viejo New Deal pudo contabilizar beneficios relativamente rápido (un par de décadas después del inicio de la crisis), debido a la producción de armas para la Segunda Guerra Mundial, lo que permitió la generación a gran escala de empleos; sin embargo –y es mi opinión–, ahora la tecnología será ese gran asidero que permitirá una aceleración de la recuperación: el incentivo –también a Universidades– que privilegien la educación tecnológica con sus debidas áreas de investigación y puestos laborales disponibles inmediatamente después del fin del ciclo educativo, será algo indispensable.
No va a importar si las economías son pequeñas o grandes para que las recuperaciones sean más rápidas o más lentas –la obviedad en esto se da por sí misma–, sino la disciplina con la que se impongan los cambios y los acuerdos que se generen hacia adentro de sus sociedades. Un viejo proverbio africano dice: "Si piensas que eres demasiado pequeño para cambiar las cosas, es porque nunca has dormido con un mosquito en la habitación."
Los invito a seguirme en Facebook o por Twitter: @ManuelMR.
No hay comentarios:
Publicar un comentario