Decía Séneca que la armonía total en este mundo está llena de discordancias. No sé si en nuestros tiempos esto siga aplicando.
Al día de hoy, muchos llevamos más de sesenta días de confinamiento, más obligados por un acto de autopreservación –seamos sinceros–, que por una especie de consciencia colectiva. Esto lo vemos cuando por nuestras ventanas sigue apareciendo una buena cantidad de tránsito vehicular que parece quererse adelantar a la “nueva normalidad”.
En este par de meses, opiniones de economistas, sociólogos, filósofos (entre otros especialistas o estudiosos), han ido y venido sobre lo que ya está trayendo consigo esta pandemia y los posibles cambios que en materia de reordenamiento –político y económico, sobre todo–, muchos parecen esperar.
Será muy difícil concebir un cambio generalizado, si internamente cada gobierno no encuentra los consensos sobre el tipo de Estado que más le conviene a su población muy por encima del que se quisiera tener. La discusión podría volverse más difícil si quien lidera un gobierno insiste en ideas preconcebidas, anacrónicas y poco prácticas. Y para ello necesitamos –otra vez–, una extensa Reforma pues, de un esfuerzo local, se puede lograr un acuerdo global.
Para tener una justa profundidad, –como nos explica en un documento el jurista Emilio Rabasa Gamboa del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM–, esta Reforma debiera responder a las preguntas “…¿hacia dónde, en qué dirección? y ¿hasta dónde, con qué grado de densidad hay que reformar al Estado? […] Una pregunta similar a la que se formuló el Constituyente de 1916-7 para el siglo XX con la Revolución iniciada por Madero y continuada por Carranza, y que contestó con un Estado social con un Ejecutivo fuerte, a diferencia del Constituyente de 1856-7 que conformó un Estado liberal con un Congreso fuerte y un Presidente debilitado para evitar que se repitiera la dictadura de Santa Anna”.
Ya entrados veinte años en el nuevo siglo, al menos en México, no se ven avances sustanciales en crecimiento y bienestar; de hecho, en los últimos dieciocho meses ambos indicadores se han agravado, más aún cuando no existe la suficiente confianza en la dispersión de los beneficios sociales que, sin intermediarios, dice el presidente que entrega.
La pregunta sobre qué Estado nos conviene la tendría que hacer en forma abierta el Congreso Federal, tomando al Ejecutivo, a la Suprema Corte y a los partidos políticos como actores más de la consulta, sin un peso específico mayor al que tendría una institución de enseñanza superior, una representación social, un organismo empresarial o un grupo de representación profesional, buscando evitar lo que tanto daño le ha hecho a todas las consultas abiertas: la ideologización de las propuestas.
Después de lo que hemos vivido en los últimos veinte años y, ahora que un virus ha provocado que muchos nos mantengamos en estado de reflexión, debemos –en mi opinión–, partir de varias premisas que nos ayuden a buscar esos cambios que nos permitan tener un país con destino.
A considerar tenemos la preservación de los recursos naturales. La generación de riqueza debe ser no sólo autosustentable; debe asumir un respeto irrestricto por el medio ambiente: la necesidad de crear energías limpias y dejar atrás el uso desmedido de las gasolinas será un imperativo en las nuevas sociedades; los motores de combustión ya tienen fecha de caducidad en muchos países.
Otro tema es la Educación. Esta debe formarse con el ejemplo que nos han puesto los países con mejor calidad de vida. Debe ser el pilar del desarrollo. Las sociedades mejor educadas son los que sufren menos engaños por parte de sus clases políticas: las sociedades mejor educadas son las que abandonaron hace muchos años el subdesarrollo. La educación debe dejar de ser el botín político de un grupo o de caprichos individuales.
Restringir la actividad empresarial y privilegiar el estatismo económico, no ha funcionado en ningún lado. La libre empresa y el emprendimiento, deben ser regulados y vigilados por instituciones sólidas; por un verdadero Estado de derecho y no por los vaivenes ideológicos o los intereses individuales de sus políticos; la recaudación impositiva debe ser inflexible, obligatoria y con reglas claras, con instituciones que le permitan a los ciudadanos vigilar los recursos destinados al bienestar social. La vigilancia social de los recursos públicos es, a mi juicio, la única manera –al menos en países con antecedentes de corrupción como el nuestro–, de que los programas sociales lleguen a sus destinatarios y cumplan con sus objetivos.
La equidad no se consigue por decreto: se construye y debe ser vista como objetivo por todos los sectores productivos de la sociedad, pero deben contar con un Estado que permita brindarles la libertad de competir, incluso compitiendo contra las empresas del Estado: cuando una autoridad le resta opciones al ciudadano, está atentando contra su libre albedrío. Naciones más desarrolladas y con una mejor distribución de la riqueza que nosotros, nos dan también ese ejemplo. No desperdiciemos los casos de éxito.
Decía Victor Hugo que su enfermedad era la utopía, que la de otros era la rutina. “La utopía es el porvenir que se esfuerza en nacer. La rutina es el pasado que se obstina en seguir viviendo”.
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