(Escrito el 13 de agosto de 2013 para CVO Noticias)
Hace unos días –el 25 de agosto–
cumplió 90 años Álvaro Mutis, uno de los mejores autores latinoamericanos que
he leído (él es colombiano). Es difícil que alguien en México no conozca a
Mutis, sobre todo después de que Octavio Paz no se cansó de elogiarlo cuando
decía que Mutis era un poeta de la estirpe más
rara en español: rico sin ostentación y sin despilfarro. Con una necesidad de
decirlo todo y conciencia de que nada se dice. Con amor por la palabra,
desesperación ante la palabra y odio a la palabra: extremos del poeta, decía
Paz.
Personalmente, Álvaro
Mutis me ha dado muchas lecciones entreteniéndome inteligentemente. Es –para
mí, insisto–, de esos escritores que sigo (principalmente en su prosa) porque
es un gran contador de historias, cada una de ellas con una infinidad de
interpretaciones y con todas las adecuaciones al contexto presente de cada
quién sin forzar absolutamente nada.
Uno de los ejemplos que precisamente en
estas épocas me viene a la cabeza es el libro que escribió hace más de 30 años,
en 1982 y que se llama La Verdadera
Historia del Flautista de Hamelin donde, con su agudísimo sentido del
humor, convierte en víctima al villano trastocando los valores convencionales
inherentes al ser humano, volviendo la crueldad en comicidad e ironía.
Sin pretender equiparación alguna,
quisiera en este artículo darme a la tarea de hacer mi propia recreación (o
adaptación, si se me permite), de esa leyenda sucedida hace casi ocho siglos –y
que recogen como cuento infantil los hermanos Grimm–, en la que unos niños
pagaron por la tacañería de sus padres cuando éstos no le quisieron pagar al
flautista por deshacerse de la plaga de ratas que asolaba ese pueblo (a la
fecha, cabe decir, que en una calle de esa ahora pequeña ciudad, está prohibido
tocar música aún en las festividades públicas en recuerdo de ese cuento. Cosa
de tradición).
Sólo a manera de recordar lo que la
leyenda cuenta, en el año 1284 en un pueblo de la baja Sajonia llamado Hameln
(en castellano Hamelin, por cierto, la ciudad donde fueron ejecutados los
asesinos condenados en el juicio de Bergen-Belsen por crímenes contra la
humanidad después de la Segunda Guerra Mundial), había una plaga de ratas que
tenía prácticamente sitiado –y asolado– al pueblo.
Un día apareció un hombre al que nadie
había visto y se ofreció para liberar al pueblo de las ratas. A cambio de una
recompensa, él les libraría de ese enorme problema, y los aldeanos estuvieron
de acuerdo en pagar lo pactado. El desconocido, quien era un flautista, empezó
a hacer sonar su instrumento, y todas las ratas salieron de sus escondites y
agujeros y empezaron a caminar hacia donde la música iba sonando. Cuando todas
las ratas estuvieron reunidas en torno a la música que salía de la flauta del
hombre, éste empezó a caminar y las ratas le siguieron por la música que salía
de ese instrumento. El flautista se dirigió hacia el río Weser y las ratas que,
hipnotizadas iban tras él, se ahogaron en el río.
Una vez que cumplió con lo que había
ofrecido, el flautista volvió al pueblo a reclamar su pago, pero los aldeanos
se rehusaron a pagarle. El hombre, realmente enojado, dejó el pueblo para
volver poco después buscando venganza.
Mientras los aldeanos estaban en la
iglesia celebrando las fiestas de San Pedro y San Pablo, el hombre volvió a
tocar con la flauta su extraña música. Esta vez fueron los niños, ciento
treinta niños y niñas, los que le siguieron al compás de la música, y
abandonando el pueblo los llevó hasta una cueva. Nunca más se les volvió a ver.
Según versiones, algunos de los niños se quedaron atrás, un niño cojo que no
pudo seguir al paso de sus amigos, uno sordo, que sólo los siguió por
curiosidad, y otro ciego, que no podía ver hacia dónde los llevaban y se
perdió. Fueron estos tres niños quienes les informaron a los aldeanos lo que
había sucedido. Otras versiones dicen que el flautista regresó a los niños una
vez que los aldeanos le pagaron.
Hay mucho que aprender de esta leyenda (y
aún más, si se puede, de la versión de Álvaro Mutis). En todos lados hay
flautistas de Hamelin quienes, sintiéndose engañados o defraudados, encantan a
sectores importantes de la población (si no con música hipnotizadora, como el
original), con arengas y promesas que no sólo logran endulzar los oídos de
quienes los escuchan sino que les prometen utopías en las que todavía creen
quienes han tenido la mala fortuna de no tener la suficiente ilustración.
Son encantadores de masas que apuestan por
redimir –mediante votos–, desde los sueños rotos y la desesperanza de muchos,
hasta los más antiguos rencores sociales haciendo algo realmente simple, el
secreto más viejo de la comunicación de masas: decir lo que la mayoría de la
gente quiere escuchar. Esos nuevos flautistas hacen que el colectivo los siga hasta
sus últimas consecuencias si eso es preciso y logran que esta masa (como
hipnotizada por el refuerzo de lo que creen) tome calles, aeropuertos y
carreteras sin importar el daño pero, sobre todo, sin importar si la razón está
de su lado o no. Ellos sólo se dedican a seguir a su flautista.
El
gran activista norteamericano, Ralph Nader, nos dice que él siempre comienza
con la premisa de que la función del líder es producir más líderes, no más
seguidores. ¿Queda claro?