febrero 06, 2020

El Flautista de Hamelín

(Escrito el 13 de agosto de 2013 para CVO Noticias)
Hace unos días –el 25 de agosto– cumplió 90 años Álvaro Mutis, uno de los mejores autores latinoamericanos que he leído (él es colombiano). Es difícil que alguien en México no conozca a Mutis, sobre todo después de que Octavio Paz no se cansó de elogiarlo cuando decía que Mutis era un poeta de la estirpe más rara en español: rico sin ostentación y sin despilfarro. Con una necesidad de decirlo todo y conciencia de que nada se dice. Con amor por la palabra, desesperación ante la palabra y odio a la palabra: extremos del poeta, decía Paz.
Personalmente, Álvaro Mutis me ha dado muchas lecciones entreteniéndome inteligentemente. Es –para mí, insisto–, de esos escritores que sigo (principalmente en su prosa) porque es un gran contador de historias, cada una de ellas con una infinidad de interpretaciones y con todas las adecuaciones al contexto presente de cada quién sin forzar absolutamente nada.
Uno de los ejemplos que precisamente en estas épocas me viene a la cabeza es el libro que escribió hace más de 30 años, en 1982 y que se llama La Verdadera Historia del Flautista de Hamelin donde, con su agudísimo sentido del humor, convierte en víctima al villano trastocando los valores convencionales inherentes al ser humano, volviendo la crueldad en comicidad e ironía.
Sin pretender equiparación alguna, quisiera en este artículo darme a la tarea de hacer mi propia recreación (o adaptación, si se me permite), de esa leyenda sucedida hace casi ocho siglos –y que recogen como cuento infantil los hermanos Grimm–, en la que unos niños pagaron por la tacañería de sus padres cuando éstos no le quisieron pagar al flautista por deshacerse de la plaga de ratas que asolaba ese pueblo (a la fecha, cabe decir, que en una calle de esa ahora pequeña ciudad, está prohibido tocar música aún en las festividades públicas en recuerdo de ese cuento. Cosa de tradición).
Sólo a manera de recordar lo que la leyenda cuenta, en el año 1284 en un pueblo de la baja Sajonia llamado Hameln (en castellano Hamelin, por cierto, la ciudad donde fueron ejecutados los asesinos condenados en el juicio de Bergen-Belsen por crímenes contra la humanidad después de la Segunda Guerra Mundial), había una plaga de ratas que tenía prácticamente sitiado –y asolado– al pueblo.
Un día apareció un hombre al que nadie había visto y se ofreció para liberar al pueblo de las ratas. A cambio de una recompensa, él les libraría de ese enorme problema, y los aldeanos estuvieron de acuerdo en pagar lo pactado. El desconocido, quien era un flautista, empezó a hacer sonar su instrumento, y todas las ratas salieron de sus escondites y agujeros y empezaron a caminar hacia donde la música iba sonando. Cuando todas las ratas estuvieron reunidas en torno a la música que salía de la flauta del hombre, éste empezó a caminar y las ratas le siguieron por la música que salía de ese instrumento. El flautista se dirigió hacia el río Weser y las ratas que, hipnotizadas iban tras él, se ahogaron en el río.
Una vez que cumplió con lo que había ofrecido, el flautista volvió al pueblo a reclamar su pago, pero los aldeanos se rehusaron a pagarle. El hombre, realmente enojado, dejó el pueblo para volver poco después buscando venganza.
Mientras los aldeanos estaban en la iglesia celebrando las fiestas de San Pedro y San Pablo, el hombre volvió a tocar con la flauta su extraña música. Esta vez fueron los niños, ciento treinta niños y niñas, los que le siguieron al compás de la música, y abandonando el pueblo los llevó hasta una cueva. Nunca más se les volvió a ver. Según versiones, algunos de los niños se quedaron atrás, un niño cojo que no pudo seguir al paso de sus amigos, uno sordo, que sólo los siguió por curiosidad, y otro ciego, que no podía ver hacia dónde los llevaban y se perdió. Fueron estos tres niños quienes les informaron a los aldeanos lo que había sucedido. Otras versiones dicen que el flautista regresó a los niños una vez que los aldeanos le pagaron.
Hay mucho que aprender de esta leyenda (y aún más, si se puede, de la versión de Álvaro Mutis). En todos lados hay flautistas de Hamelin quienes, sintiéndose engañados o defraudados, encantan a sectores importantes de la población (si no con música hipnotizadora, como el original), con arengas y promesas que no sólo logran endulzar los oídos de quienes los escuchan sino que les prometen utopías en las que todavía creen quienes han tenido la mala fortuna de no tener la suficiente ilustración.
Son encantadores de masas que apuestan por redimir –mediante votos–, desde los sueños rotos y la desesperanza de muchos, hasta los más antiguos rencores sociales haciendo algo realmente simple, el secreto más viejo de la comunicación de masas: decir lo que la mayoría de la gente quiere escuchar. Esos nuevos flautistas hacen que el colectivo los siga hasta sus últimas consecuencias si eso es preciso y logran que esta masa (como hipnotizada por el refuerzo de lo que creen) tome calles, aeropuertos y carreteras sin importar el daño pero, sobre todo, sin importar si la razón está de su lado o no. Ellos sólo se dedican a seguir a su flautista.
El gran activista norteamericano, Ralph Nader, nos dice que él siempre comienza con la premisa de que la función del líder es producir más líderes, no más seguidores. ¿Queda claro?

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