El
nacionalista no sólo no desaprueba las atrocidades cometidas por su propio lado
sino
que tiene una extraordinaria capacidad para ni siquiera oír hablar de ellas.
George
Orwell
Es muy difícil entender el
ejercicio de la política moderna sin el trabajo que Max Weber aportó a la
conformación de los Estados contemporáneos gracias a esa visión más sociológica
del conjunto que otra meramente política o jurídica.
Tanto en “La Ciencia como Vocación”
y “La Política como Vocación” obras que desde 1919 se publicaba conjunta, Weber
nos regala un concepto que se suscribe hasta la fecha en todo tipo de Estados:
el territorio es una característica del Estado y al serlo, esta entidad es la
que debe ejercer la autoridad sobre la violencia en un determinado territorio,
es decir, que el Estado ejerce el monopolio de la violencia (Gewaltmonopol des
Staates) en su territorio. Nadie más que el Estado puede hacerlo.
México hoy
evidencia el fracaso que el Estado mexicano ha tenido en mantener esa premisa, aunque
se trata de una cuestión que no debe ser vista –de entrada–, como un asunto de
responsabilidad única o monofactorial.
Es un asunto
que debe analizarse desde la obviedad de dos hechos: la inutilidad de los
gobiernos locales y la incapacidad del gobierno federal.
Y hay que
sumarle otros factores: Que la inutilidad del gobierno local va desde la falta
de recursos, la corrupción de la autoridad civil y de las fuerzas del orden hasta
el involucramiento y la voluntad de diferentes actores políticos con abrirle la
plaza al crimen organizado; desde la falta de atención del gobierno federal (y
también la corrupción e involucramiento de personal federal con el
narcotráfico), hasta la falta de una estrategia real de control y combate al
crimen organizado.
A todo este
galimatías que ya era de por sí un caso de atención urgente surgen, desde hace
ya una década, las autodefensas en algunas regiones del país quienes, actuando
al margen de la ley (bien intencionadas o no, patrocinadas por otros cárteles o
no, esa sería harina de otro costal), abonan al recrudecimiento del conflicto,
dejando al Estado mexicano con una debilidad más evidente de la que ya tenía.
En varias oportunidades que he
tenido de escribirlo, enumero los doce indicadores que la fundación "The Fund for Peace" propuso para describir a
los Estados Fallidos (cuatro sociales, dos económicos y seis políticos) Los
doce indicadores son:
Los cuatro sociales:
- Presiones derivadas de la sobrepoblación
- Movimientos masivos de refugiados o
desplazamiento interno de personas creando emergencias humanitarias complejas.
- Tradición de búsqueda de venganza entre
grupos agraviados o paranoia colectiva.
- "Fuga de Cerebros" crónica y
sostenida.
Los dos económicos:
- Desarrollo económico desigual entre
sectores de la población.
- Disminución económica sostenida y seria
entre toda la población.
Los seis políticos:
- Criminalización y deslegitimación del
Estado (prevalece la corrupción).
- Deterioro progresivo de los servicios
públicos (salud, educación, etc.)
- Suspensión o aplicación arbitraria de la
ley y violación de los derechos humanos.
- Aparatos de seguridad o paramilitares que
operan como un Estado dentro del Estado.
- Crecimiento de elites facciosas.
- Intervención de otros Estados o actores
políticos externos al ámbito nacional.
Hoy estamos viendo cómo los indicadores
económicos y políticos que califican a un Estado fallido se cumplen
completamente y los cuatro indicadores sociales podrían eventualmente hacerlo.
El Estado debe garantizar la vida y los bienes
de su población –obligación que señalan desde Hobbs a Tocqueville–, y si no lo
están haciendo es que el gobierno no está haciendo su trabajo. El que en México
no se haga, no sólo es culpa de los dislates del presente, sino también de las torpezas
del pasado. Una base de corrupción que formó a muchas generaciones de políticos
de cualquier cuño y una omisión terrible sobre el oficio de gobernar, nos han
llevado a lo que hoy vivimos.
Hoy, en muchas regiones del país, la sociedad
está más contenta con el narcotráfico que con el gobierno al cual escogió (se
supone), libre y democráticamente. En algunas zonas (créanlo o no), el
narcotráfico está procurando mayor bienestar entre la población que la autoridad
encargada de hacerlo.
Ese es uno de los
problemas.
Otro tema es el económico. La apertura de México a una competencia
económica global sexenios atrás, formando el TLCAN con Canadá y Estados Unidos
ha traído buenos resultados, exiguos si se quiere ante las necesidades de un
país que no ha visto disminuir su número de pobres (en términos generales, por
supuesto). De la administración de la riqueza que prometió hace casi 40 años
López Portillo, hemos venido administrando el crecimiento de la pobreza que detonó
Luis Echeverría y no termina por acabarse.
Las reformas podrían ser
criticables en muchos sentidos pero no hay duda que eran necesarias desde hace
ya muchos años. Los gobiernos en México han tenido la mala costumbre de subirse
al tren del cambio ya que el caboose está pasando, utilizando siempre el
nacionalismo como ese gran pretexto para blindarse y, con ello, sustraerse.
Vimos una reforma laboral que
simula ser “Reforma Educativa” que, al no serlo, tiene al gobierno negociando
grandes cantidades de dinero y a los ciudadanos del Distrito Federal dándonos
el campeonato mundial de la paciencia.
Vimos una reforma en
telecomunicaciones que tampoco termina por convencer, en tanto no promete una
accesibilidad real a la población a los servicios de banda ancha e incentivando
que este pastel se reparta en dos manos, y que propone que una institución,
sufragada y emanada del gobierno sea quien regule el actuar de los diferentes
concesionarios multinivel que tiene el Estado para explotar radiofrecuencias.
Vimos también una reforma
energética con enormes ventajas que aún no se han visto y que
perceptiblemente no funcionan porque el gobierno las vendió muy mal. Se
comunicó que los beneficios se verían en forma inmediata (baja en los precios
de las gasolinas y del gas), y no sólo no se cumplió en tiempo, sino en forma.
Adicionalmente, la sombra de la duda sobre quién se beneficia –en cuanto a un
negocio personal probable–, queda también perceptiblemente abierta hasta que no
haya una revisión puntual de los contratos adjudicados. Sobre si con esta
reforma se entrega la soberanía nacional a empresas extranjeras, queda más
como un viejo discurso que, de sí, sirve para distraerse en temas que no
son los relevantes.
En este sentido, hay dos enemigos visibles que debe combatir quien
quiera ser presidente de México: uno económico, la desigualdad (que crece
constantemente); y otro social, la inequidad, que conlleva otro tipo de
cambios, el más importante, de mentalidad y voluntad políticas: mientras haya
desigualdad en las oportunidades, no se puede obtener un resultado parejo.
Pero ¿en dónde estamos parados?
Montado en un nacionalismo que lo hace sentir moralmente
superior –los nacionalismos tienen ese efecto tanto en quienes lo predican como
en sus fieles audiencias, (habría que preguntarle a Donald Trump)–, Andrés
Manuel López Obrador piensa que todo lo que se ha hecho en este país está mal,
que él es la única opción real de un cambio que permitirá que México crezca a
tasas superiores al 5% anual, que se acabe la corrupción, que se termine la
violencia, que el orden y la paz pública regresarán y que, además y por si eso
fuera poco, lo hará regresando a que México sea autosuficiente en sus granos básicos,
primero, y al resto de su alimentación, después; lo hará sin que importemos más
gasolinas pues promete hacer cuando menos tres refinerías –lo que, según él
bajará a la mitad el precio de la gasolina que consumen los automovilistas
mexicanos–; lo hará renegociando un Tratado de Libre Comercio que a su parecer
es desventajoso para México no obstante el superávit comercial con Estados
Unidos y Canadá; lo hará con nuevos tratados comerciales con otras regiones
aunque con ellas seamos deficitarios a la fecha, él hará lo impensable porque
se ha vuelto –al menos para el 36% de los mexicanos–, el Rey Midas de la política.
Todo lo puede, todo lo resuelve.
En México, hay una enorme confusión
provocada por quienes, desde la política, se han autoproclamado de izquierda y
que han creado paradigmas completamente erróneos, me explico:
La formación mexicana especialmente la que
nuestra educación pública ha determinado como cívica, ha sido propuesta con
una ideología nacionalista revolucionaria que podría, muy eventualmente, tener
alguna conexión con lo que se percibe como izquierda pero que –definitivamente
y yendo más al fondo de esa idea–, alienta una cultura terriblemente
conservadora y en muchos sentidos hasta reaccionaria.
Sería contradictorio asociar cualquier
discurso nacionalista con una tradición de izquierda y, con respecto al
discurso revolucionario, que sí tiene una obvia afinidad, éste se encuentra varado
en formas de ver esta ideología que nada tienen que ver con el ritmo de los
tiempos aunque esto dé pauta para decir una obviedad: hay tantas izquierdas en
nuestro país que lo que podría juzgarse es cuál de ellas puede insertarse en un
mundo como el que estamos viviendo. Esa realidad no permite romanticismos
inviables ni nostalgias de lo absurdo.
La izquierda –por definición también–, debe
buscar la veracidad sobre toda realidad y no tratar de engañar prometiendo
paraísos que nunca fueron posibles y que se han ido cayendo llevando consigo
miseria, represión y haciendo evidentes los peores lastres sociales. Parte de
incentivar la justicia social que persigue esta ideología es precisamente
fomentar nuevas ideas para alcanzarla.
Sin embargo y en buena medida debido a tanta
infiltración de tránsfugas del sistema madre de la política mexicana, la
izquierda en nuestro país (en términos muy generales y sobre todo la
representada por MORENA), está atrapada en una cultura y una ideología que
conjuga elementos del autoritarismo con argumentos octogenarios que no acaba de
resolver.
Por un lado, la izquierda (de ahí su falta
de revisión y autocrítica), se sigue viendo a sí misma como oposición cuando es
desde hace década y media también gobierno. La izquierda mexicana nunca había
tenido la presencia en los poderes de la República como los tiene hoy. Está en
las instituciones del Estado pero se sigue diciendo a sí misma que el Estado es
el Ejecutivo, y que mientras no consiga esa posición, sigue teniendo nada. Eso
no sólo la paraliza sino que termina por paralizar –sobre todo en el caso de MORENA–,
al país completo.
Su obsesión por identificarse con los más
añejos símbolos de la historia oficial raya en lo absurdo pues las decisiones
más importantes, aquellas que pueden definir el futuro de generaciones, las
siguen sustentando en decisiones que respondieron a contextos muy particulares
que ya nada tienen que ver con la época que nos está tocando vivir. Por eso es
que, sobre todo MORENA insisto, resulta una fuerza política que se ancla para
oponerse al cambio creyendo que la negativa a todo lo que venga del gobierno es
una alternativa real de transformación.
En ese sentido, debe reivindicar una
práctica que nadie mejor que la izquierda puede reclamar como propia: el
ejercicio de la razón y de la deliberación. Desde la izquierda es necesario
recuperar también el sustento y la construcción de la democracia liberal y un
imprescindible anhelo de modernización. Algo con lo que su liderazgo (Andrés
Manuel) parece estar peleado.
Un acercamiento serio con la academia no le
vendría nada mal. La izquierda que por tradición ha tenido ideólogos hoy no
tiene estudiosos que le den sustento al debate sobre el rumbo que debe tomar.
López Obrador (por hablar de una personificación que acumula un número
importante de votos), vuelve explícita la desnudez cultural y la inmadurez
civil de esa parte de la izquierda que no deja de ser clientelar.
Esta izquierda debe aprender a vivir en el
presente y el presente necesita ser interpretado. La academia podría ser (al
menos desde mi perspectiva) esa conciencia que obliga a reconocer dónde están
los problemas, a revisar los errores del pasado con verdadero sentido
autocrítico y a proponer opciones. El estudioso no ensalza: cuestiona. Y a eso
le teme López Obrador más que a nada.
En México, López Obrador –sin reflexión de
por medio y sin rubor–, hizo suyas las ideas de un populismo conservador y
comenzó a enarbolar las banderas del nacionalismo priísta.
Así, sin la vergüenza propia del
conocimiento.
Es cierto que los demás candidatos pretenden continuar con un estatus
quo que ha sido pernicioso para este país. Es cierto que, sobre todo en los últimos
gobiernos del PAN y del PRI se ha acogido a una clase empresarial, religiosa,
militar, sindical y política que, aún siendo visibles, se tratan de mantener como
un cónclave papal y con privilegios que a la sociedad le resultan muy caros y
sin resultados visibles en seguridad y crecimiento económico que sirva o se
disemine entre mucha más gente.
Eso es lo que ha hecho que un López Obrador crezca. Eso es lo que ha
hecho que la población de este país tome partido entre lo que a su parecer está
mal, sin saber que lo que opta puede ser aún peor. Nadie puede decirnos, al
menos por lo que hemos visto hasta ahora, que el mismo modelo siga con López
Obrador, pero con un reparto que, si fuera teatro, ya habrían abucheado.